En el siglo XVII, cuando Rusia estaba bajo el mando del zar Alejo I, el patriarca Nikon estableció reformas en la liturgia de los ortodoxos. A partir de entonces, en el rito religioso se cambió la persignación con dos dedos y comenzó a hacerse con tres. Medidas como esta enfurecieron a una corriente de ortodoxos que se opusieron con firmeza a ellas. Muchos de estos religiosos, conocidos a partir de entonces como «viejos creyentes», como negativa a estas reformas, se quemaron vivos junto a sus familias. «En opinión de los historiadores, cerca de 20000 partidarios fanáticos de la “fe antigua” se prendieron fuego».
Otros, sin embargo, marcharon a los bosques, construyeron cabañas alejadas de la civilización y vivieron aislados durante muchos años. Los viejos creyentes: Perdidos en la taiga (Impedimenta, 2020, con traducción al castellano de Marta Sánchez-Nieves) narra la historia de una de esas familias, los Lykov, que permaneció aislada durante más de treinta años en la taiga siberiana.
La historia que Vasili Peskov (1930-2013) presenta en este trabajo periodístico construido a lo largo de varios años es real. La fuerza de este relato gana aún más vigor si se le añade que existió realmente. Rezaban diez veces al día, es decir, dedicaban unas cuatro o cinco horas diarias a los rezos y no probaban la sal ni hacían pan.
En los años setenta, un piloto avistó una cabaña perdida en la taiga mientras sobrevolaba la zona. Un tiempo más tarde, hasta allí se acercó un grupo para investigar y se encontró a la familia Lykov, formada por Karp Ósipovich y sus cuatro hijos. La mujer había fallecido, y tres de sus hijos morirían poco después, uno detrás de otro, quedando tan solo Karp y su hija pequeña, Agafia.
Esta familia había sobrevivido en la taiga durante más de tres décadas agarrándose a la religión y resistiendo a base de fe. Además, hay que tener en cuenta las condiciones climáticas de la zona. En invierno, la temperatura puede llegar a los cincuenta grados bajo cero y la nieve alcanza hasta la cintura. En el libro se incluyen algunas fotografías que se tomaron a la familia, a la choza o a sus utensilios y, por el aspecto de la imagen de la cabaña, aunque sale oscura, da la impresión de que debía de tener huecos por paredes y techos y no ser muy cálida para una zona como aquella.
Desde que aquel piloto los avistara, los Lykov, aislados hasta entonces de cualquier vestigio humano, entraron en contacto con geólogos y periodistas como Peskov, el autor de este libro, que fue uno de los pioneros del ecoperiodismo. Ellos encontraron a los Lykov con un lenguaje y una vestimenta propias del siglo XVII. Vestidos con arpilleras, se alimentaban sobre todo de las patatas que plantaban en su huerto.
Los geólogos le ofrecían otras comidas o utensilios, pero ellos los rechazaban en la inmensa mayoría de las ocasiones con un «No nos está permitido», que es, probablemente, la frase que más repite la familia Lykov a través de la crónica que de ellos hace Peskov. El periodista refleja la naturaleza y la vida salvaje en su máxima expresión, así como el primitivismo del ser humano. Las imágenes contribuyen a que el lector se imagine las condiciones de la choza y los rostros de algunos de los Lykov. La familia era reacia a que la fotografiaran, porque era pecado y no les estaba permitido, decían. Hay que tener en cuenta que llevaban anclada a un pensamiento religioso que enraizaba con las tradiciones de varios siglos atrás. Aun así, hay algunos retratos de los Lykov, y también hay ilustraciones, como la de un mapa del lugar.
No se dice que mostraran resistencia cuando se estableció el primer contacto con ellos. El poco recelo que padecieron se esfumó pronto, cuando vieron en los geólogos a personas bondadosas que pretendían ayudarles. Por cómo lo describe Peskov, había una relación muy cercana y sana entre los geólogos y lo que quedaba de la familia Lykov.
Allí, en la taiga, a doscientos cincuenta kilómetros de la zona poblada más cercana, la familia Lykov vivía con total independencia del mundo exterior. Las estrecheces, la falta de higiene, la alimentación limitada y la no solución ante posibles enfermedades no parecían inconveniente para ellos, ni siquiera cuando se les ofrecieron alternativas o mejores condiciones. Consideraban leer como un don especial y se afanaban en las tareas del huerto y la recolección de alimentos para los inviernos o los posibles contratiempos que pudieran surgir.
A todo aquel que los conoce le surgen multitud de preguntas en torno a sus vidas. Peskov se encarga de entrevistarles, de forma indirecta, sobre su forma de vida, y va respondiéndolas en un libro rico en el descubrimiento de un pensamiento con base en el aislamiento humano. Introduce brevemente, también, la historia de los «viejos creyentes», desde la Rusia que los vio marcharse hacia los bosques hasta la URSS de la Perestroika.
Peskov habla sobre la alimentación de la familia, la distribución del espacio de la choza y los rituales, entre otros temas. Él fue una de las personas que estableció contacto con los Lykov en más ocasiones, junto a su amigo Yeroféi, que los visitaba y atendía siempre que podía y que les ayudaba con aquello que ellos sí aceptaban recibir «del mundo».
Este libro también sirve como un estudio desde las perspectivas sociológica y psicológica. El autor analiza a cada personaje de la familia de forma breve, centrándose durante la totalidad de la obra más en Karp y en Agafia, que fueron los supervivientes. Aquellas cosas que en los años ochenta del siglo XX parecen nimias e intrascendentes, por la costumbre a ellas, para ellos eran todo un descubrimiento.
Aunque sus creencias religiosas ortodoxas les impedían acercarse a esos nuevos inventos que el mundo les ofrecía, Peskov, Yeroféi y los geólogos rechazaron la opción de dar una visión negativa de esa «cerrazón», respetando siempre la voluntad de la familia y estableciendo con ellos una relación agradable y amistosa. Cerraron la vía para que no fueran peregrinos hasta la cabaña de los Lykov, pero sí les llegaban regalos de las gentes de Rusia que deseaban saber más de esa singular familia.
Esta obra de Peskov es, en definitiva, el descubrimiento de una historia espléndida y fascinante de una familia aislada y superviviente en unas condiciones climáticas pésimas. Un descubrimiento equiparable al que supuso para ellos todo lo que hallaron cuando los geólogos los conocieron.
Agafia, en el momento de publicarse esta reseña, sigue viva y tiene 77 años.