Hay quien cree que el nombre del estado de Idaho viene por cómo los indios shoshones describían el sol del amanecer. Al parecer, esta palabra significaba «la gema de las montañas», pero otros piensan que el origen del nombre es otro muy distinto. Igual de distintas son las perspectivas de los hechos que ocurren o los fragmentos de la memoria que cada uno conserva. Ese tema, el de la memoria, es el eje central de Idaho (Literatura Random House, con traducción al castellano de Antonia Martín).
Con esta novela, Emily Ruskovich (Idaho, 1986) ganó el International Dublin Literary Award y fue finalista del Dylan Thomas International Prize. Cada persona tiene un recuerdo intransferible de los hechos del pasado aunque los compartiera con otras personas. Así le ocurre a Wade, el protagonista. En 1995, él va junto a su esposa y sus dos hijas al bosque a recoger leña. Sin embargo, ocurre una tragedia que marcará a la familia para siempre. En 2004, Wade ya muestra signos de demencia, así que su segunda esposa, Ann, intenta reconstruir qué pasó aquel día de 1995 a través de un viaje al pasado por la memoria y los traumas.
Esta obra se construye a partir de varios saltos en el tiempo y de una reflexión acerca de cómo vivir con lo incomprensible y digerir y esconder en la buhardilla aquello que no queremos revivir. Wade olvida ciertas cosas, quizás aquellas que le resultan más dolorosas, y sin embargo recuerda otras más intrascendentes. Esa memoria selectiva actúa como un mecanismo de defensa que arrasa con todo para evitar cualquier atisbo de dolor. Mientras tanto, Ann quiere recuperar esos recuerdos que Wade va olvidando. Ella intenta ajustarse a la desmemoria de Wade mientras medita sobre el lugar que ocupamos en el mundo, que muchas veces es el que le correspondía a —o donde estaban— otros que ahora faltan.
La búsqueda de respuestas puede hacer que encontremos aquello que no queremos ver o saber. Sin embargo, Ann intenta esa reconstrucción a partir de pequeños objetos personales de la casa. Las flores de plástico, por ejemplo, representan el intento de adornar una estancia para hacerla más armoniosa y agradable cuando, en realidad, dan sensación de decadencia. Por eso, Idaho también es una historia sobre la intimidad que compartimos al convivir con otros, los lazos que se crean, pero también la nostalgia que atañe.
La pérdida de la memoria conlleva inocencia, como si al olvidar lo que hemos hecho, las personas que hemos conocido y aquello que hemos dejado de hacer volviéramos a nuestro estado primigenio, a la ingenuidad, al desconocimiento del mundo. Porque si lo único que nos queda por proteger es nuestra infancia, y sus recuerdos se disuelven, ya no hay nada que salvar. Jenny, la exmujer de Wade, piensa que cuando pasamos de la infancia (que es intensidad) a la adolescencia (que es hastío) nos enamoramos «para recuperar aquella dimensión, aquella capacidad de asombro».
Por su parte, Ann desearía que en ocasiones Wade recordara su sufrimiento porque piensa que eso es mejor que el olvido. Wade ha perdido a seres queridos, y también el recuerdo de haberlos perdido, pero no ha desaparecido el sentimiento de pérdida. Al final, cabe preguntarse si la frialdad es preferible a la vulnerabilidad, y si la crueldad es mejor que la cobardía. En cuanto a la memoria, el rastro existe incluso cuando se ha perdido.
Aunque Idaho es la historia de una tragedia, también es enternecedora. No es una novela sobre la investigación del móvil de unos hechos, sino sobre la asimilación de un suceso y la capacidad de reconstruirse. Creo que la autora intenta escribir con tanto lirismo y belleza que a veces abusa de escenas, en mi opinión prescindibles, y la obra padece cierta densidad. Al final, parece convertirse en un bosque de espesura igual que aquel en que sucede la tragedia sobre la que gira.