Algo tienen que tener las rosas para que tanto Bollaín como Garaño, Goenaga y Arregi (La trinchera infinita) decidieran nombrar a sus bregaoras de la misma manera. Puede que sea porque todas comparten tallos erectos y espinosos, esos que siempre están dispuestos a soportar lo que se les eche encima; o por sus pétalos suaves y profundos, esos que, a pesar de todo, no pierden las ganas de vivir.
La cinta, por momentos afrancesada, cálida y dulce, como la vida misma, acompaña en ternura a sus personajes, de quienes se compadece con cariño e indulgencia. Si bien a ratos peca de ingenuidad, puede permitírselo gracias a un elenco espectacular; donde Candela Peña, que demuestra una vez más que es un mastodonte de la interpretación y una de las grandes de este país, da sentido y un aplomo sublime a esta casi anécdota. Por su parte, Paula Usero, quien no es ninguna revelación para quienes la hemos ido siguiendo, destaca con una verdad casi tangible y una emotividad que no puede tratarse de otra cosa más que de un don. Esta relación entre madre e hija destaca brillantemente en un guion que comienza dirigiéndose hacia la problemática del amor propio, pero que acaba poniendo sobre la mesa las dinámicas familiares femeninas heredadas.
La comedia de la directora madrileña es ligera y liviana, no daña ni aprieta, pero sí deja el regusto justo para salir de la sala pensando en todo eso: en lo que nos debemos. En lo que nos debemos a nosotras mismas y, sobre todo, a nuestras mujeres. En esa deuda generacional que vamos recibiendo y transmitiendo sin que nadie diga o haga nada. En ese botón nuclear que alguien debería haber pulsado hace mucho tiempo para detener una cadena insostenible de cuidados. Lo que mejor consigue La boda de Rosa es eso: visibilizar (y denunciar) unas expectativas injustas y desmesuradas que van directamente ligadas al género. Porque sí. Porque cuando comiencen a aparecer los créditos en la pantalla, os acordaréis de vuestras madres, tías, primas o abuelas. Porque Icíar Bollaín ha conseguido enseñárnoslas como solo las mujeres sabemos vernos. Porque ya es hora de que empecemos a saldar la enorme y profundísima deuda que tenemos con todas ellas, con las que han renunciado a sí mismas por todos nosotros. Porque ya es hora de emprender ese viaje pendiente al cuarto de nuestras madres y de frenar categóricamente este sistema asfixiante. Porque se (nos) lo debemos.