Hoy voy a escribir en primera persona, en ese “yo” que nos tachaban en el colegio. Puede que, por querer evitar otra generación de narcisistas o adoradores del ego, terminaron por seguir propagando y alimentando ese quiste tan pestoso y arraigado que es la vergüenza. La peor herencia de todas, la más cruel e injusta que se le puede dar a un hijo, la de no poder hablar de sí mismo.
Acabo de ver “Maricón perdido”, donde Bob Pop, su creador y procurador de descaro, cuenta su vida como la recuerda y, además, para el desconcierto de los instigadores del narrador externo, sin revictimizarse. En su Roberto, que va bailando de año en año y de kilo en kilo, me reconozco. Nos reconocemos los maricones, los gordos, los raros, los feos, los diferentes.
Nos reconocemos en la vergüenza de nuestros cuerpos, de nuestras maneras, de nuestras camisas anchas, de nuestro mirar hacia otro lado, de nuestro silencio. Pero Bob va más allá y despliega una crítica honda y feroz, no solo a los matones, sino a sus cómplices. Al vecino de la infancia que no da la cara por su amigo, a la madre que humilla, al padre que golpea, al hombre que viola. Porque a nosotros nos resonará algo o todo de eso para siempre.
La autoficción de Bob Pop puede verse en TNT (Movistar +) tiene todo lo extraordinario de lo real, de lo sentido y de lo honesto; un elenco de actores buenísimo encabezado por la fenomenal Candela Peña, una estética que canta a la diversidad y un guion que se adhiere y regocija en la dureza y la ternura de la vida misma. “Maricón perdido” es lo que nunca han querido que fuésemos: los narradores de nuestra propia historia.