“Cada vez que me despertaba, de día o de noche, me arrastraba por el luminoso vestíbulo de mármol de mi edificio y subía por la calle y doblaba la esquina donde había un colmado que no cerraba nunca. Me pedía dos cafés grandes con leche y seis de azúcar cada uno, me tomaba de un trago el primero en el ascensor de regreso a casa y luego a sorbos el segundo, despacio, mientras veía películas y comía galletitas saladas con formas de animales y tomaba trazodona y zolpidem y Nembutal hasta que volvía a dormirme. Así perdía la noción del tiempo. Pasaban los días. Las semanas. Unos cuantos meses”.
Mi año de descanso y relajación (Alfaguara, 2018), de Ottessa Moshfegh y traducido por Inmaculada C. Pérez Parra, es un libro que me costó empezar. Igual que la canción de Charly García, este libro presenta un compendio de tribulaciones, lamentos y ocasos encarnados en la figura de la protagonista.
La novela es una maravilla. Se presenta como un libro lleno de humor e ironía, que lo tiene, pero es mucho más. Pese a estos toques de humor, lo que siente la protagonista y lo que hay de fondo es mucho más lúgubre. Esta es la historia, narrada en primera persona, de una joven de 26 años que decide hibernar en su piso de Nueva York durante un año, desde el verano de 2000 al de 2001 y sobrevivir a base de medicamentos, complejos vitamínicos, algún alimento y películas de Whoopi Goldberg.
Nuestra protagonista apenas contactará con el exterior, solo con su amiga Reva, su psiquiatra, el portero de su edificio y los egipcios que regentan el bar donde toma café alguna que otra madrugada. Esta es una novela cuya forma puede llegar a ser monótona, pero su fondo es espléndidamente rico en matices. Esta es una historia amarga y escatológica.
La protagonista criticará la actitud de sus padres, ahora muertos, hacia ella, y también a la sociedad. Ella parece echar de menos tantas cosas que encuentra en el acto de dormir la evasión de toda su vida, y se aferra a la soledad, al menos a la soledad interior, porque su amiga Reva es una pesada que la visita frecuentemente y que invade su casa, aunque sepa que la protagonista está dormida. Además, es envidiosa, estresada, alcohólica y bulímica. Quizás, asqueada de este comportamiento, la protagonista se convierte en una antisocial, hasta el punto de que no quiere ni mirar a los ojos de la gente cuando sale.
Además de mucho humor, también hay mucha tristeza, aunque a priori no lo parezca. Hay momentos absolutamente desoladores, como cuando la protagonista cuenta la muerte de su padre o el desdén que su madre siempre sintió hacia ella. O cuando narra la vida de su amiga Reva que, pese a encarnar el lado más criticable de la sociedad, el lector termina empatizando con ella. Cómo puede escribirse tanto dolor de forma tan sencilla y camuflada, he aquí un ejemplo.
El final de la novela es estremecedor y emotivo, porque termina el 11 de septiembre de 2001, así que creo que no he de añadir nada más. Al fin y al cabo, me parece que este es un libro en el que se camufla en los sueños de una joven el patetismo de una sociedad hipócrita y vomitiva.