Bosques aún más profundos (Blackie Books, 2025) es una novela sobre esos lugares pequeños que dejan una impronta grande en la memoria de quienes llegan hasta ellos, a veces por error. Sarai Herrera (Barcelona, 1991) construye aquí uno de esos lugares, un pueblo de apenas quinientos habitantes. La narradora y protagonista va allí, al pueblo de su madre, desaconsejada por su padre. Algunos han decidido irse de él y otros han decidido quedarse. Lo que sí permanece de forma perenne son las historias que se cuentan y los muertos que cada uno arrastra consigo. Ese pueblo nunca se ha inundado por las lluvias, quizás porque es una zona árida, pero sí está inundado de muertos. La propia narradora los ve y lleva sobre los hombros el espíritu de su tío Antonio, hermano de su madre y deficiente mental, que se colgó de un árbol.
Todo lo que se ve, todo lo que se vive y no se expulsa, se queda grabado en la mirada y en el cuerpo, ensucia, envenena, corroe y seca, como el pueblo; están secas incluso la granja y la casa, rodeadas por una acequia. La narradora sabe de lo que habla, por eso se propone expresarlo: habla de su casa, su granja, los terrenos aledaños, el río, los animales y los muertos que rondan. Una leyenda cuenta que una vez un ángel con plumas bajó hasta él, no pudo emprender el vuelo ni volver al cielo y su peso desde entonces hunde el pueblo, «escarbado en la tierra como si fuera una fosa común». Se trata de un lugar mágico cuya tierra, hundida sobre sí misma, «crea sombras, el sol apenas les llega y con el paso de los años sus gentes crecen retorcidas, desgarbadas». Allí hay trapos sucios, como en todas partes, además de rencillas y venganzas, pero la gente acude a la fuente sobre todo a lavarse los restos de sus muertos.
La narradora describe ese pueblo como primitivo, amante de las tradiciones ancestrales, las creencias y la superstición. Y sus habitantes no son ajenos a ellas. Su tío Manolo era problemático y peligroso. Su tío Álvaro murió de unas fiebres cuando era niño. Y su tío Antonio sobrevivió a ellas, pero le provocaron un retraso y terminó ahorcado en un árbol que ahora también está seco, como el pueblo y su gente. «Solo el que no puede salvarse puede salvar a otros, exhaustos de su propia fe», se dice. Ante la mención del tío, todos desvían la mirada menos la narradora, que mira un Cristo de la pared que le recuerda a él; ella reconoce estar inclinada a los asuntos escabrosos. Dice que incluso el idiota teme a la muerte y que quien desea morir lo desea solo por un tiempo para luego regresar. Quizás por eso, añade, su tío no se fue del todo, para no desaparecer, para que no lo olvidaran.
Se trata de un pueblo de analfabetos, según el padre de la narradora, que tiene un influjo negativo en la familia. Su padre, borracho a veces, atormentado por saber si era una buena persona, por si alguien le quería o le ha querido alguna vez, siquiera su mujer o sus hijas. Su padre, que cuando todos salían al fresco en verano se retiraba a ver extraterrestres en el cielo, quizás porque nunca se sintió parte de ellos y sí más cercano a esos seres cuya existencia desconocemos. El padre, sus mentiras y su desatención hacia sus hijas, que influyeron en ella igual que el paso del tiempo y desembocaron en el olvido. Porque sí, la narradora tiene una hermana, pero no habla demasiado de ella, solo para decir que hay dos verdades horribles en su vida: su cuerpo, sin alma ni espíritu, solo carne vulnerable, y su hermana.
Cuando era pequeña, la narradora no fue a la guardería y estuvo los tres primeros meses de preescolar castigada contra la pared por llorar constantemente. «Forzada […] a entender que experimentar dolor o ser demasiado sensible —como me repetirían que lo era una y otra vez durante toda mi vida— era algo malo que tenía que ocultar». Se mimetizó con el entorno para pasar desapercibida, para seguir adelante, aunque nunca perteneció del todo a ese mundo en el que le tocó vivir. Para colmo, al suicidio de su tío Antonio se le sumó el de una compañera de clase y al intento del suyo propio. Toda su vida ha estado rodeada por el anhelo de la muerte, de desaparecer, de desprenderse de vidas miserables o sentimientos demasiado fuertes para soportarlos. Aun así, a veces seguir adelante es mejor muestra de enfrentar a los que nos odian que renunciar al mundo al que no pertenecemos.
En el colegio, la sentaban al lado de chicos conflictivos porque los tutores decían que ella les ayudaba. Quizás porque ellos veían en ella su propio dolor y desarraigo reflejados. Su madre nació en Granada, pero emigró a Barcelona en los setenta, como tantos emigrantes del sur. Su madre se fue queriendo huir de su pueblo, y su hermano Antonio compartió su deseo, pero no lo ejecutó de la misma forma. Allí nació la narradora, como la autora, aunque sin olvidar sus raíces: cuenta que un tío suyo estuvo en la cárcel de Motril y otro personaje trabajó en el camión de su padre por las carreteras interestatales del sur de España.
Bosques aún más profundos es una novela que va de menos a más y, aunque el inicio me pareció algo denso y poco atractivo, sin duda el resto mejoró y demostró el futuro literario de alguien que es capaz de escribir como Herrera lo hace aquí. No tiene una narración lineal, sino fragmentada, con gran presencia de la naturaleza y los lazos familiares y cierta turbidez en determinadas escenas. La autora usa un lenguaje sensorial e introspectivo para introducir a una narradora con voz propia y amante de la circularidad, porque piensa que así todo lo que termina vuelve a empezar. Después de demasiado llanto y demasiada agua en su vida, la protagonista afirma que la sensibilidad se descubre como un don y una maldición que aniquila las vidas de quienes la tienen, y ella, muy sensible, se convence de que solo existe para que otros puedan vivir, porque el mundo no es para ella.

