Por Alberto Sánchez
Salgo a la calle y veo metal, hormigón, vidrio, asfalto, aceras sucias. Escucho ruido de cientos de motores rugiendo al unísono, una taladradora a la que parece que no dan vacaciones. Huelo a humo, a suciedad, es una atmósfera cargada y caliente.
Entonces duermo, me levanto, me monto en un coche y tras solo tres horas de viaje salgo a la calle. Salgo a la calle y veo casas de piedra con fachadas adornadas de flores, cada una de un color distinto. Veo calles empedradas y llenas de arena que ha arrastrado el viento, veo a todas las ancianas saliendo al balcón para ver quien ha llegado a su pequeño y particular ecosistema. Escucho sus saludos, sus preguntas que se repiten cada año pero que las sientes como la primera vez: ¿Ya has venido?, ¿Para cuanto te quedas?, ¿Y vienes solo?
Escucho también el ruido de decenas de aves sobrevolando los tejados de las casas. Y huele, en una palabra, a hogar. También a flores, a pino, a piedra húmeda y a las cocinas de las casas. Ya no huele mal.
Ahora estoy en el pueblo. Ahora estoy en mi pueblo. Acebo, Extremadura.
Digamos que a un pueblo puedes ir de muchas formas. Puedes ir de visita turística, puedes ir de paso, puedes ir porque te han invitado, o puedes ir obligado.
A mi sin embargo me ha tocado la buena, la especial. A mi me toca ir al pueblo porque es el hogar de mis abuelos, el sitio donde pasaron casi toda su vida, el lugar de la infancia de, en este caso, mi tía y mi madre, y por su puesto de mi infancia. La más feliz que habría podido tener.
Y es que las infancias en los pueblos tienen algo mágico, algo especial. Algo que ni las mejores vacaciones pueden tener.
Las mías en concreto fueron en una época especial, donde nuestra imaginación era Youtube y las canciones que inventábamos nuestro Spotify.
Una infancia donde la magia, el misterio, y las historias que creábamos lo envolvía todo como un manto que nos separaba de nuestras pequeñas realidades. En el pueblo, nosotros vivíamos en nuestro propio mundo.
El pueblo, como concepto, son muchas cosas. El pueblo son los grupos de vecinos que se reúnen alrededor de una fogata invisible con sillas de rio y de plástico a simplemente, hablar, a vivir. El pueblo, mi pueblo, son las casas que suenan a voces con acento extremeño y que huelen a comida casera, a comida de toda la vida. El pueblo es el amor de verano y el desamor de verano, doloroso, pero como todo lo que ocurre en estos lugares, especial. El pueblo son las canciones de Extremaduro, Marea y La Fuga que sobreviven al mundo moderno. Como si encontrasen en las orquestas de las plazas un lugar en donde seguir existiendo. Y por último, el pueblo son los amigos. Una segunda familia, quizá para algunos su primera familia.
Es muy difícil explicarle a alguien que no ha tenido nunca amigos de pueblo lo que significa. Quizá lo más fácil sería decir que durante todo el año vives bajo una máscara, como en una fiesta de disfraces, y que al llegar al pueblo te quitas esa máscara y ese disfraz. Y eres tú. Y ellos son ellos.
Escribo esto con la angustia de quien se va pronto, con la nostalgia de quien deja atrás cientos de recuerdos guardados en las galerías de los móviles, pero también con la esperanza del que sabe que va a volver. Porque al pueblo siempre se vuelve. Estás, y estamos, hechizados.