La cal de las paredes de los pueblos bajos y blancos de la Andalucía de los años 30 probablemente hayan sentido más miedo y angustia de los que podrían soportar. Las piedras de los caminos duros llenos de sustos calizos seguramente también aprendieron a reconocer los pasos ligeros y nerviosos de sus peregrinos. Puede que todavía recuerden todo aquello y lo conserven mejor que la memoria de los vivos, que se empeñan en repetir las crueldades del destino.
Los que sí saben cómo se hace un verdadero retrato, sin complejos y sin medias tintas, de los horrores de la historia son Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga, los directores de ‘La trinchera infinita’. Y sí, son vascos. Parece mentira ¿eh? Cuando en la meseta y más allá todavía se rasgan las vestiduras por no entender la labia del sur en ‘Malaka’ o en ‘La peste’, tres vascos han venido a confeccionar un relato con acento andaluz liberado de la mofa impuesta y despojado de cualquier ranciedad.
En ‘La trinchera infinita’, basada en hechos reales, asistimos a un episodio oculto y enterrado de la guerra civil española. Higinio Blanco, un republicano perseguido por sus ideas, tiene que encerrarse en un escondite dentro de su propia casa por temor a las represalias, mientras que su mujer Rosa tiene que mantenerlo en secreto y sobrevivir sola en la Andalucía de la posguerra. La interpretación de Antonio De la Torre es simple y llanamente majestuosa. Por su parte, Belén Cuesta ha dejado más que claro que tiene el don incomparable de la verdad. Este dúo actoral que funciona con una autenticidad y honestidad inauditas consigue construir a la perfección una alegoría del miedo, del amor, de la soledad y del desgaste del tiempo. Con una caracterización brillante, los dos protagonistas de la película nos cuentan la historia de este país desde la intimidad más dulce y asustada.
La fotografía fría, severa, oscura, rápida y asfixiante define con exactitud la sensación de claustrofobia y ansiedad constante durante el paso de los años que, sin embargo, contrasta con el desparpajo de Higinio y, sobre todo, el de Rosa quien, en una de las escenas, donde vuelve de un mitin de Franco, le confiesa a su marido que el generalísimo “no tiene voz de jefe”. Eso es lo que mejor consigue el filme de Garaño, Arregi y Goenaga: captar la idiosincrasia andaluza consiguiendo así un relato histórico que va calándose por su virtud doméstica y natural porque lo personal sí sigue siendo político.