Cuando el fin del mundo acecha, todo se desmorona y pierde sentido. A no ser que no lo haya tenido nunca. Yo no sé de otras cosas (Temas de Hoy, 2021), de Elisa Levi (Madrid, 1994), se desarrolla en un único día, el primero del año 2013. Lea, la protagonista, se encuentra por el pueblo con un hombre que dice haber perdido a su perro. Ella sabe dónde está, porque de otra cosa no sabe, pero de eso sí. En el pueblo no hay cobertura, pero sí un bosque que engulle a las personas y en el que no se atreve a entrar ni la Guardia Civil a buscar a los desaparecidos. Ahí está el perro. Mientras el animal vuelve, porque ella sabe que va a volver, se sienta con el hombre y le habla de su vida y del mundo, que debía haberse terminado el día anterior.
Lea tiene diecinueve años, una hermana enferma, una madre que se llama como ella y la certeza de que lo que sabe solo sirve en el pueblo. Quiere marcharse a la ciudad y huir, pero lo que sabe no serviría de nada allí. Para colmo, el fin del mundo se acerca y el chico que le gusta no la quiere. Es joven, quiere abrazar el mundo y saberlo todo desde la esquina más recóndita del mapa. Quiere tener la suerte de su madre, pero por otro lado no quiere tenerla porque anhela vivir en la capital. En definitiva, ansía vivir experiencias nuevas y acceder a todo el conocimiento.
La madre de Lea le dice que tiene la tez morenita y los ojos cansados. Ella solo habla mucho cuando fuma la hierba que le regala su amigo Marco. Lo que sí hace es rumiar y pensar en el futuro y deshacer el nudo que se le crea en el estómago. «La vida a cierta edad se vuelve incomprensible», dice, y pone como ejemplo a los mayores de su pueblo de casi doscientos habitantes donde solo hay un puñado de jóvenes. Nadie va al pueblo porque todos se van fuera, y pasan pocas cosas. Sin embargo, dentro de ella sí ocurren.
En el pueblo hay olor a vaca y el odio y los remordimientos pasan de generación en generación. Solo se cierran las puertas de las casas cuando llueve y cuando se duerme, pero la memoria siempre está abierta, como una herida. «La gente del pueblo prefiere sorprenderse mil veces por las mismas cosas antes que recordar», asegura. El fin del mundo, en realidad, es ese pueblo que parece no dejarla escapar. Ahí se acaba de verdad su mundo. Un pueblo tan pequeño y con tan pocos habitantes y sin embargo la muerte está por todas partes. Incluso un vecino al que llaman el hombre con menos miedo del mundo le tuvo miedo a la muerte cuando la tuvo enfrente.
Lea debe lidiar con su hermana enferma y con su amiga Catalina, que llora por la incertidumbre del futuro. La protagonista piensa que los dolores y las penas no se lloran, se deben dejar dentro, para que se curen solas. Pero luego dice que lo que ella siente es más pena que dolor, porque los dolores de qué sirven si no es para contarlos. El paso del tiempo nos hace magnificar las cosas, añade, así que lo cuenta todo porque si no luego se le enquista. Lo único que busca es ser amada, saber y vivir, y no obtiene nada. Igual que su amiga Catalina, que también busca el amor porque nunca lo ha recibido, ni siquiera de su padre, y se enamora del primero que le presta un poco de atención. Marco le dice a Lea, hacia el final de la novela, que lo que ella sabe sí sirve en otros sitios. «Lo que pasa es que lloramos poco», añade su amigo. Sus palabras son una pequeña esperanza de que el mundo no se ha terminado todavía, aunque lo haga pronto.
El anhelo de Lea es irse del pueblo, pero en realidad no conoce la ciudad, solo lo que llega de allí, y no le gusta. Es curiosa la ausencia de alguno de los progenitores de Lea y sus amigos, como ausencias inevitables que desamparan a los jóvenes y su tragedia. Durante la narración, Lea también menciona la letra de algunas canciones como Sin miedo a nada, de Álex Ubago, o la de Nada de nada, de Cecilia.
La historia es un monólogo de Lea donde los diálogos se intercalan en la narración. La escritura de Elisa Levi es una poesía arenosa, suave de entrada, pero que si te entra en los ojos y la garganta puede hacerte daño. Trata temas como la muerte, el dolor, el duelo, la precariedad, las injusticias y nuestra responsabilidad con el entorno en que vivimos. También la culpabilización de los jóvenes, la España vacía, la desromantización de la vida en el campo y la explotación del mundo rural por parte de los caciques.
Al final, como le dice al hombre del perro, si este hubiera pasado por ahí el día anterior o el posterior, no la habría encontrado. Sin embargo, la vida son coincidencias, engranajes que encajan en un momento y en un lugar. Lea crece entre el pueblo pequeño y el bosque peligroso, sin asidero y con el precipicio del futuro amenazante. El mundo que se acaba en realidad es la infancia para dar paso al mundo adulto. El mundo que se acaba es la vida de Lea en el pueblo en favor de la vida en la ciudad. El mundo que se acaba es todo lo que conocemos para conocer lo que nos espera, ese abismo.