Escrito por Rubén Fernández Sabariego
No desprendía un halo de luz a su alrededor como las leyendas contaban y no era un ser bello, mas sí poderoso.
Sus pequeños ojos rugosos, color esmeralda, eran historia pura; tan profundos y sabios que podías nadar y ahogarte entre océanos de conocimiento. La sola contemplación de estos atemorizaba el alma de cualquier mortal, que se veía desbordado por el saber que sus ancianos iris ofrecían.
Una larga y espesa barba blanquecina se cerraba sobre sus mejillas y sus mandibula. Una barba formada por mechones níveos, tan suaves como el hilo de los antiguos tejedores. Era tan larga que Lena supuso, por un momento, que si agachaba la cabeza esta le arrastraría por el suelo.
Unas puntiagudas orejas sobresalían en los laterales de su cara y en su frente se alzaban dos ramas, como cuernos de alce, majestuosas y adornadas en sus terminaciones por flores de cerezo; rosadas y brillantes. Tal era su belleza que la joven no pudo evitar contemplarlas durante varios segundos.
El anciano, de no más de un metro sesenta de altura ocultaba sus manos y el resto de su cuerpo bajo un abrigo, formado por el ramaje de su bosque.
-Lena…-
Comenzó a avanzar lentamente hacia ella. Aquel ente no dejaba pisadas en el barro seco; era como si avanzara flotando. De entre los ropajes hechos de material natural salió una mano alargada, de un color grisáceo oscuro; su cuerpo era la personificación de los árboles, el espíritu del bosque.
Su rasposo índice acarició la sonrojada mejilla de la joven . Lena era incapaz de moverse pero notó como la calidez de la primavera tocó su cuerpo e invadió su corazón. Los gélidos vientos que recorrían aquel bosque desaparecieron por un momento para ella.
-Mi querida Lena…- Le susurró mirándola de frente, casi con un tono paternal.- Por fin nos vemos.-
-Q…Qui…Quien eres-
Tartamudeaba y sus manos temblaban, a duras fuerzas se sentía capaz de manejar las tonfas que portaba. El peso doblaba cada vez más sus muñecas, el peso de unas armas que en sus manos siempre habían sido como plumas mecidas por el viento.
Si me quisiera matar ya lo habría hecho…
-No voy a matarte.- Le respondió, aclarando sus dudas.
-¿Eres capaz de leerme la mente?-
-Entre muchas otras cosas, pequeña guerrera.-
Una risa atronadora salió de su garganta. Entre el espesor de esa blanca barba se revelaron unos dientes conformadas por pedruscos perfectamente alíneados con un brillo zaíno.
-Pero donde quedan mis modales…Perdóname – Volvió a interrumpir antes de que la joven hablara y tosió, aclarándose su ronca voz.- Me habéis bautizado con muchos nombres… Yggdrasil, Ashvanta, Kiskanu,Kien Mou, Ánthrox. Soy el guardian de los Tres Reinos; el de los Infiernos, el de los Cielos y la Tierra, la cual se apoya sobre mis ramas.
Estaba ante él. Era Ánthrox. Aquel del que tanto hablaban las leyendas escritas en libros por los eruditos. Aquellas fábulas que asustaban a los niños cuando no querían irse a dormir. Había leído mucho sobre él, pero ninguna descripción se le acercaba ni de lejos. Su tono de voz, aunque tosco, era cálido y le hacía sentirse como a una niña pequeña en el regazo de su padre cuando le contaba una historia.
Poco a poco, fue desterrando el inmenso temor que le invadía cuando lo conoció.
-¿Qué has hecho con Candela? Ella es una buena mujer. No se merece morir así.-
Por primera vez clavó sus ojos pardo en los esmeralda de aquella entidad divina. No con osadía, si con confianza en ella misma. Era una plegaria.
De entre la ramas y silenciosa apareció una mujer que doblaba en estatura al anciano.
Su grácil cuerpo estaba adornado por un largo vestido de cola blanco que caía hasta el suelo pero no parecía tocarlo. Una ráfaga de viento movió su pelo y Lena se percató del azul tan puro del que estaba hecho, una hermosa cabellera que caía de forma relajada por su espalda.
Dos ojos zafiros, casi felinos y unos labios pequeños y finos terminaban de adornar unas facciones apolíneas y delicadas.
-Ella no morirá ni hoy, ni aquí.-Intervino la mujer.
En sus brazos estaba su compañera, que mantenía el tatuaje de la flor sauquillo. Lena subió la mirada y al encontrarse con ese color adiamantado de sus iris sintió una nueva punzada en el alma.
-Y quien eres tú ahora…- Dijo la morena, desconcertada por la situación.
-¡¡¡TRÁTAME CON MÁS RESPETO NIÑA!!! ¡¡¡YO SOY..!!!.- Su tono se tornó más violento y sus ojos de gata se clavaron en Lena pero entonces un bastón de madera retumbó contra el suelo. Un sonido hueco invadió la escena.
-No en mis bosques, Zaza.-
El viejo reposó su mano izquierda y parte de su peso en este apoyo.Tal era el poder de Ánthrox que la mujer que sostenía a Candela calmó su actitud.
-Guárdale un respeto, Lena. Ella es Zaza, diosa de los océanos, los mares y los ríos y de toda la vida que en ellos mora.-
Zaza era poderosa y orgullosa a parte iguales. Su carácter era tan volátil y cambiante como el oleaje; podía pasar de ser calmado a crear auténticas tempestades en décimas de segundos.
-No entiendo nada. No entiendo por qué aparecéis ante nosotras. Yo…yo…-
La situación la estaba superando. Sus manos se abrieron y las tonfas cayeron al suelo. Quería romper a llorar de la impotencia que sentía.
-Tranquila– El anciano se giró hacia la reina de los océanos.- ¿Te importaría dejarnos a solas Zaza? Sé que también tendrás mucho que conversar con la joven Candela.
-Claro Ánthrox.- Y como una brisa de mar, la muchacha de ojos zafiro desapareció antes de que se pudieran dar cuenta.
-Es hora de que conozcas el terrible mal que acecha a este mundo Lena…-