“La que sabe sabe
Que si estoy en esto es para romper,
Y si me rompo con esto, pues me romperé.
¿Y qué? Sólo hay riesgo si hay algo que perder.
Las llamas son bonitas porque no tienen orden
Y el fuego es bonito porque todo lo rompe.”
– Rosalía, ‘SAKURA’ (MOTOMAMI, 2022)
Mucho se dice, se ha dicho y se dirá sobre Rosalía.
Es claro que hay en el aire un permanente deseo de encerrar a su música en una categoría, un deseo que ella complica a cada paso. Y, más presente aún, hay un siempreverde deseo de encasillar a Rosalía como artista en sí misma, en una especie de caracterización cuya acción banaliza, minimiza y limita. Nada demasiado novedoso: es algo contra lo que muchos artistas se han enfrentado y enfrentan, y algo sobre lo que, segura y especialmente, la mayoría de las mujeres de la música pueden decir una o dos cosas.
Apenas se la clasifica de alguna forma en las redes sociales y/o en ciertos sectores de la crítica musical, Rosalía se escapa de las manos, no se deja fotografiar sonoramente, y, desde un exaltado mainstream de la música hispana en este momento de la industria internacional, conquista espacios a partir de una multiplicidad de herramientas propias, prestadas, y ajenas.
Entre las muchas cuestiones que se suelen simplificar está la esencia híbrida que Rosalía le da a su música y a su personaje. Como artista, su perfil fue construido a partir de elementos culturales de peso simbólico y de significado de gran calibre para más de un territorio. No debería ser sorpresa para nadie que la industria estadounidense la haya incluido en su listado de los “Grammy Latinos” o que los medios norteamericanos y hasta europeos la cataloguen bajo esa etiqueta. Esto tiene que ver con una tendencia histórica de ciertas sociedades de aferrarse, de manera tan fuerte que daña, a etiquetas que acaban, a fin de cuentas, por no resistir análisis culturales, territoriales, ni etnográficos.
También, desde ya, tiene que ver con que el etiquetado a lo brusco es una estrategia de marketing bien conocida y masivamente utilizada por empresarios alrededor del mundo, sin, a veces, consideración de cuestiones hasta básicas pero que para ellos no son de importancia.
Algo relevante, además. ha sido que de forma discursiva en entrevistas alrededor del mundo Rosalía ha tenido que aclararse y retroceder ante ciertos tropezones verbales nada pequeños. Frases como su conocida “Yo me siento 100% latina” o “No creo que nadie vaya a acusar a Picasso de apropiación cultural porque pintara máscaras africanas” (ambas dichas al medio Billboard en dos ocasiones separadas) no fueron para nada bien recibidas en términos generales, y es un tema delicado que debe discutirse con la seriedad y el respeto que amerita. Es fundamental comprender que estas palabras, para algunos ligeras, son por otros dimensionadas de distinta forma, y sentidas de maneras más cercanas a la piel por personas pertenecientes a las culturas que se ven implicadas en el debate.
De todas formas, a partir de esos momentos y algunas costuras a su discurso, trató generalmente de hablar de las referencias culturales le sirven de inspiración. Y esto, en Rosalía, como en muchos artistas que gustan de experimentar a fondo, siempre fue clave para escuchar su repertorio.
Desde “Los ángeles”(2017), pasando por el multilaureado “El Mal Querer” (2018) y llegando a este tercer álbum de estudio bautizado “MOTOMAMI”, Rosalía demuestra ser una artista que le da incisiva importancia a los artistas que la han marcado, por muy distantes que sean, y por más agridulces que sean esas infusiones. ¿Reggaetón con inocentes coros cincuenteros? Tenemos. ¿Samples de batucada brasileña? Claro. ¿Letras altamente eróticas con anglicismos alzados en su angelada voz? También hay. ¿Vientos de son caribeño en colisión con su acento ibérico? Por supuesto. Hasta incluye a The Weeknd cantando en español sobre ritmos de bachata, en un tono que retumba en cualquier oído latino con mil similitudes al estilo vocal de Romeo Santos.
La música de la artista catalana no es fácil de definir, y tampoco es para todos. Y, sin embargo, ¿qué música es para todos? ¿Es algo siempre positivo poder definir fácilmente la música de un artista? ¿No es acaso la obsolescencia de algunas categorías un problema que encontramos muy frecuentemente músicos que trascienden el r&b, el rap, el pop, el rock? A veces las críticas que se leen y oyen sobre Rosalía son notablemente sesgadas, especialmente las que subrayan choques de estilos, abuso de recursos, saturación de conceptos, entre tantas otras. Si de pisar en terrenos polémicos y hasta ajenos se trata, no es casual que encontremos un pesado caudal de comentarios marcando cuestiones de este tinte (desde los más atinados hasta los de menos puntería argumental) acerca de mujeres como Rosalía o Nathy Peluso, mientras que, si lanzáramos una piedra en cualquier dirección y en cualquier género musical, hallaríamos abundantes varones con la pisada más que profunda en ciertos barros.
En “MOTOMAMI” a Rosalía se la oye disfrutar de este nuevo rumbo, es un disco que presenta un costado muy distinto de los que le conocíamos en álbumes de larga duración (aunque con distinguibles puntos de contactos tanto conceptuales como musicales). Al oír el trabajo y al oírla hablar del mismo, es fácil ver que quiso dejar traducidos en estos dieciséis tracks una valiente perspectiva sobre la música con eje en las marcas que dejó en ella misma, un amor a la mixtura y los contrastes, y una pisada fuerte de talento silvestre.
Además de trocitos de Soulja Boy, Burial, Daddy Yankee y Wisin, el disco contiene featurings con The Weeknd y Tokischa, y productores y escritores de pequeña, mediana y gran talla que han colaborado, como Rauw Alejandro, Tainy, James Blake o Pharrell Williams.
Si hay artistas que desafían la predictibilidad en su recorrido musical, Rosalía, de la mano de “MOTOMAMI” demuestra una vez más ser una de ellos: volantazos, curvas agudas y mucha actitud.