William Carlos Williams (1883-1963), autor de obras como Paterson, teclea en su máquina Underwood. Luego, baja las escaleras y pasa junto a su esposa, Florence. Esa noche, se llevarán a su madre, que está en la cama y es un cuerpo casi irreconocible, de la casa. Su madre se llama Raquel Hoheb, pintora puertorriqueña. La muerte feliz de William Carlos Williams (Editorial Candaya, 2022) retrata la biografía de Raquel a partir de sus allegados, como su hijo el poeta, y de sucesos como la pintura, el silencio o la emigración.
Marta Aponte Alsina (Puerto Rico, 1945) es una de las doce autoras latinoamericanas imprescindibles para Cristina Rivera Garza. En esta obra, habla sobre Raquel Hoheb a la par que trata temas como la memoria, la reescritura, el arte y las voces olvidadas de mujeres como ella. Se trata de una obra biográfica que se mezcla con la vida de la autora, que hace un breve bosquejo sobre su abuela en uno de los capítulos.
Raquel nació en Mayagüez. Su madre era de Martinica, y su padre, holandés de ascendencia judía. De pequeña, además de sus estudios sobre dibujo y diseño y el perfeccionamiento del francés, destacan sus apodos: zurrapa y pulgarcita. Le recomendaron que se fuera, y eso hizo, porque en la isla solo había “enfermos, crueldad y avaricia”. Raquel se marchó en busca de un principio. Sin embargo, como una madama caribeña le dijo a la abuela de William Carlos, “las mujeres no tenemos origen; somos el origen”.
Cuando se marchaba a St. Thomas, dijo que no quería pintar ni tendría hijos, pero poco antes rectificó, porque luego fue creadora de varias pinturas y dos hijos. Después de St. Thomas, París, Puerto Plata (donde conoció al que sería su marido, que tenía los dientes podridos) y Nueva York (“la ciudad donde se echaban en una sola olla todas las identidades, como piltrafas cortadas”, dice). Raquel detestaba Nueva York por la sobreabundancia de gente en la miseria, los ruidos… y extrañaba su Mayagüez natal.
William Carlos sabía que su madre era lo más cercano al contacto poético. Por eso le profesaba cuidados hasta que la dejó ir. Su familia estaba llena de secretos que se llevaban a la tumba, y la literatura es un cementerio familiar. Su padre, William George Williams, era viajante de comercio de aromas, lo que le ausentaba largas temporadas, y tenía un hermano menor llamado Édgar.
William Carlos define a su madre como “severa y frívola” en una carta. Nunca enfermaba, comía poco, hablaba mucho y leía. Quizás lo de frívola fuera porque Raquel sabía que la tragedia “no puede digerirse sin un grano de buen humor”. Además, odió la pedantería y el chauvinismo francés mientras vivió en París. Sufrió varios abortos antes de que naciera William Carlos, que nunca fue un solo hombre. Raquel prefería la poesía idealista antes que los poemas llenos de obscenidades de su hijo. Sin embargo, “el poema es un consuelo, el inhalador del asmático”, y reconocía el trabajo de su vástago.
William Carlos escribía para “desafiar la bilis de la tristeza diaria”. De pequeño, Raquel se preocupó por si tenía algún problema de crecimiento. De adulto, fue médico, y entre paciente y paciente imaginaba o escribía. En sus páginas retrataba las flores de la madre y la soledad de ambos ante la ausencia del padre. William Carlos decía que su madre le castigaba despreciándose, pero era su lectora cariñosa. Raquel, por su parte, intentó escribir sus memorias, pero al final las destruyó. Aun así, el autor de Paterson guardó el recuerdo.
En sus últimos días, Raquel deseó imprimir la pasión y la caricia sobre el lienzo, pero no lo consiguió. Como se dice en la obra, “el dibujo es la quintaesencia del alma”, porque dibujar es “descifrar la oculta estructura del universo” y sentir que más allá de la rutina y la conciencia hay “una vida que ocupamos sin conocerla”. Raquel le cuenta a su hijo que de pequeña pintaba espíritus, pero que ahora no puede verlos como entonces, así que pinta flores. Añade que la pintura y la poesía “son siempre representaciones de objetos muertos, pero la muerte no tiene que ser aterradora”. Porque a veces incluso en la muerte hay mucha vida.
Aponte retrata la vida de Raquel Hoheb de forma atractiva, con el orden y las palabras precisas, con una belleza narrativa que embelesa, aunque el lector no sepa de la existencia de Raquel, como era mi caso. Incluye algunas imágenes en relación con la historia que desarrolla e incluye frases bellísimas como “un dorso en blanco puede salvarle la vida a un poema”. “Mírate en este espejo para que no me imites en la pena”, le dijo una vez Raquel a William Carlos. Ella falleció en 1949. Antes de expirar, tuvo una sensación de alegría. La alegría previa a la muerte de Raquel es la de su hijo, la muerte feliz de William Carlos Williams.