Ha publicado relatos, teatro y poesía, pero, hasta ahora, Íñigo Redondo (Bilbao, 1975) no se había estrenado con la novela. Todo esto existe (Literatura Random House, 2020) trae a colación una historia sórdida que puede llevar a engaño.
En este libro se nos presenta a Alexéi, que es un director de instituto de cuarenta y dos años y que no pasa por su mejor momento. Por otra parte está Irina, una joven del instituto que dirige Alexéi que tiene quince años —casi dieciséis— y que un día le pedirá que la secuestre. Ante esta carta de presentación, hay que aclarar que no se trata de una obra al estilo de Lolita. La historia no va por sendas turbias, ni mucho menos.
Situada en los años ochenta, en Ucrania, al principio la novela dirige al lector por un camino cegado por la niebla, un punto de fuga que llega a alguna parte que no alcanzamos a vislumbrar. En este comienzo, lo mismo se nos habla del Imperio ruso que del nacimiento del protagonista masculino, Alexéi, en 1942.
Tras un amplio contexto histórico del lugar y la época, se nos expone a un joven Alexéi antimilitarista y con deseos de llegar a ser astronauta que se libró del servicio militar obligatorio por tener un soplo cardíaco leve. Desde el principio se percibe la personalidad de este curioso personaje que intenta llevar las riendas de su vida sin demasiado éxito después de un sonoro fracaso amoroso que lo abocará a refugiarse en el alcohol y a convertirse en el muñeco de trapo de la bebida: su mujer se ha ido de casa y él ha decidido no ser testigo de su marcha, y ahora prefiere beber.
El narrador en tercera persona, a partir de este primer hecho que nos muestra a un Alexéi vulnerable y destrozado, muestra al lector el poder de la cotidianidad y los roces humanos. No conocemos las vidas de los demás, de aquellos con los que nos cruzamos por la calle. No sabemos nada de ellos, quizás solo los vemos una vez en la vida, un flash, en la esquina de una calle y hasta siempre, desconocido, que tengas un buen día y una buena vida. Luego, cuando Alexéi llega a casa, experimenta una resignación y una desolación insoportables mientras el silencio se cierne sobre él.
En septiembre de 1984 el curso empieza en el instituto de Alexéi como cada año. En los primeros días, ve a Irina, a quien conoce de cursos anteriores, sentada sola en un banco del patio del instituto. Se acerca a hablar con ella y le pregunta qué tal le va, sin más. Sin embargo, unos días más tarde, a partir de un juego de jóvenes, Irina le pedirá que la lleve con él, que la secuestre, sin parar de llorar y de pedir que no la lleve con sus padres por motivos que el lector tendrá que adivinar, aunque se ven con cierta claridad.
Alexéi acepta a regañadientes, pese a conocer los peligros que entraña tener en casa a una menor de edad. Es consciente del sufrimiento de la chica y por eso la acoge, con todas las consecuencias. Estamos en 1984 y prometen que ese escondite permanecerá dos años, hasta que ella cumpla la mayoría de edad, es decir, hasta 1986.
Desde que su mujer se marchó, Alexéi no había sentido su casa como suya, como un hogar. Lo consideraba un «lugar hostil». Sin embargo, tendrá que habituarse a él y a la convivencia con esa joven con la que pasará, por ejemplo, la fiesta de Año Nuevo, una celebración que, de no ser por Irina, habría pasado en compañía del vodka para tapar el silencio y la soledad de su casa y de su vida, que caerían inclementes sobre él.
Entre esas cuatro paredes, Alexéi también le enseñará a Irina materias básicas como geografía para que no se quede atrás con respecto al resto de jóvenes de su edad. Cuando no hace las tareas actuará como padre y como profesor, apremiando a la chica y mostrándose inflexible y exigente con ella. Sin embargo, también habrá momentos de asueto, de juegos entre ambos, y Alexéi, en alguna ocasión, la llamará ‘cariño’.
Alexéi la tiene a ella como hija. Y ella a él, como padre, hasta que Alexéi le compra un perro, al que llama Misha, y que le hará compañía mientras él no esté en casa. Pero Alexéi teme que alguien los descubra, por ejemplo la vecina de al lado, que alguna que otra vez escucha la radio que enciende Irina por la mañana —mientras Alexéi trabaja en el instituto—. Su relación tendrá subidas y bajadas, hasta que, casi logrado su objetivo, un acontecimiento ajeno a ellos —pero que no será ajeno a nadie— rompa la historia y discurra a gran velocidad hasta el final.
Al autor no le gusta que se cuente demasiado de la novela. En cierto modo, tiene razón, porque tiene un elemento que es mejor desconocer hasta que te lo encuentras, de golpe, frente a tus narices. Creo que no he desvelado demasiado en estas líneas, y me detengo aquí en lo que a la historia de Alexéi e Irina se refiere para no disgustar a Redondo.
Su historia se nos narra al mismo tiempo que se nos cuenta la actualidad sociopolítica del momento: Ronald Reagan asomando la cabeza desde Estados Unidos, la llegada al poder de Mijaíl Gorbachov, el terremoto de México, la erupción del Nevado del Ruiz o la muerte de Chernenko —por entonces máximo dirigente de la URSS—.
El paso del tiempo es una cuchilla presente en esta historia que se clava en el lector. A través de frases lacónicas y telegráficas con efecto directo y una narración incisiva, el narrador ofrece una historia original y muy pulida. En esta novela se nota el grandísimo trabajo del autor. Cada palabra, cada frase, cada punto y cada coma están donde deben estar: da la sensación de que el autor ha revisado la novela hasta la saciedad, hasta no dejar ni una prueba de que es humano y de que puede equivocarse.
El único pero que le extraigo a la obra es: si la vecina escucha a Irina poner la radio, ¿por qué no escucha también la voz de esta por las mañanas, hablándole al perro o leyéndole en voz alta La isla del tesoro? Hay una cosa clara y es que Alexéi tiene un corazón que no le cabe en el pecho —lleva la constancia y la perseverancia en la sangre—. Creo que jamás he visto un personaje tan bueno —en términos de bondad—. Cuando pasa por un mal momento, hay quien le ofrece ayuda. Y él, aun estando mal, les ofrece ayuda a otros —véase Irina—. Un sincero acto de bondad siempre provoca otro, se dice en la película Klaus (Sergio Pablos, 2019) y aquí eso es palpable.
Las rutinas y ruindades de cada hogar anegan de desolación, dolor y desesperación las páginas de esta novela, titulada así porque, en la página 169, el narrador —que actúa como si fuera el propio Alexéi— dice esas tres palabras. Sin embargo, en una de las presentaciones del libro que seguí en un directo en Instagram durante el confinamiento, el autor aseguró que a él le habría gustado llamar Asíntota a la novela, pero finalmente se le cambió el nombre. Por eso, en honor a esta novela que tanto me ha sorprendido y gustado, he decidido llamar así a esta reseña.