La obsesión por la belleza parece ser un tema habitual en la actualidad, pero esta, cuando se consigue, o cuando se tiene sin haberla buscado, no siempre atrae buenos resultados. Los alcatraces (Impedimenta, 2022, con traducción al castellano de Luisa Lucuix Venegas) es una prueba de ello. Griffin Creek es un pueblo ficticio poblado por emigrantes americanos. En él viven dos adolescentes, Olivia y Nora, que desaparecen la noche del 31 de agosto de 1936, cuando ven a varios forasteros merodear por allí. Son dos jóvenes envidiadas por su belleza que han desaparecido en la playa. Esta parece habérselas tragado, pero enseguida las sospechas recaen sobre algunos personajes y se crean hipótesis sobre qué ha podido ocurrirles en ese pueblo donde todos se conocen.
Esta novela de Anne Hébert (1916-2000), ganadora del premio Fémina, está dividida en seis partes que comprenden desde el verano de 1936 hasta el otoño de 1982 y donde se recogen cartas y testimonios de personajes variados sobre el suceso central de la trama. La historia se desarrolla en un escenario de viento, lluvia y mar, un entorno misterioso donde convive una comunidad de desplazados que se reúnen en torno a la fe religiosa. Un acontecimiento que «hacía falta olvidar para vivir», como reconoce uno de los personajes. En ella, se tratan temas como la belleza, la religión, la infancia perdida, el pecado, las bajas pasiones, lo prohibido y lo siniestro. Uno de los más importantes es el de la juventud y el desvanecimiento de esta y la entrada en la vejez. La autora ahonda en todos ellos y crea un aura de misterio que envuelve, aunque quizás con previsibilidad.
Entre los personajes destacan las adolescentes, sobre todo Nora, quien habla en primera persona sobre sí misma. Tiene quince años y empieza a pensar en chicos, en el deseo y en la ilusión de sentirse deseada por ellos. Cree que un príncipe azul irá a llevársela lejos, a otra parte, porque lo que realmente anhela es «tan solo el placer de sentir que existo». Asimismo, el personaje del reverendo Nicolas Jones tiene mucho peso en la historia. Su narración en primera persona se mueve entre el pasado, el presente y la intuición del futuro, incluso entre el mundo paralelo de su imaginación y de su deseo. En su casa se lava todo con jabón a diario, «como si consistiera en borrar una mancha que reaparece sin cesar» y se lamenta de en qué se ha convertido el pueblo.
También está Stevens, primo de las adolescentes, quien dice: «La vida es un desafío y una victoria». Él desea ser otra persona de la que es en realidad, se mueve sigilosamente y parece dejar un rastro de misterio a propósito. Asegura que si alguien se parece a Cristo en ese pueblo es él, no solo por la barba de varios días, sino porque está de paso. Con esa presencia mesiánica de la que hace gala, es testigo de la desaparición de las gemelas. Otro personaje es el de Perceval, cuya narración es telegráfica, llena de puntos, de frases breves y mal construidas debido a la discapacidad que parece tener. Además, se asemeja a la Casandra mitológica, pues ve cosas e intenta expresarlas pero no es capaz y lo único que consigue es llorar y gritar; nadie entiende qué quiere decir.
En Griffin Creek, el viento siempre sopla demasiado fuerte, ha vuelto a la gente loca y ha sembrado el pecado en sus cabezas, por eso el reverendo cree que debe reconducirlos. Además, por el pueblo vuelan los alcatraces, que son aves que se zambullen en el mar en picado desde la cima de los acantilados. Como si buscaran la muerte, como si fueran a su encuentro. Los alcatraces, esas aves que se sumergen en el mar, como podrían haber hecho las adolescentes. Esas aves que llenan el cielo de clamores alrededor de la cabeza de Perceval. Esas aves que se marcharán hacia Florida, como hará Stevens. Esas aves que son todo el pueblo y que también son los secretos que este guarda, para siempre, en el seno de su fe y su silencio.