Historia de terror balneoterápico

'Tierra de empusas. Historia de terror balneoterápico' es un homenaje a 'La montaña mágica' con un toque actual y feminista.
tierra de empusas

Tierra de empusas. Historia de terror balneoterápico (Anagrama, 2025, con traducción al castellano de Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz) es un homenaje a La montaña mágica, de Thomas Mann, aunque Olga Tokarczuk (Polonia, 1962), Premio Nobel de Literatura en 2018, aprovecha para revisar aquella obra y aporta en esta una mirada actual y feminista. Su protagonista es Miecysław Wojnicz, un joven estudiante de ingeniería que acude a un sanatorio en Görbensdorf, actual Polonia, en 1913, aquejado de tuberculosis. Allí, conoce y convive con otros personajes, con los que mantiene conversaciones existenciales y acerca de la guerra que se avecina, la feminidad, la muerte, la religión o la identidad nacional. Sin embargo, a su alrededor se producen muertes sospechosas y hay ojos que parecen vigilarlos.

La Bella Julieta desayuno

Las «empusas» del título son una figura mitológica griega, un fantasma de mujer que aquí cobra importancia porque narra la historia de Wojnicz. Son consideradas el precedente de las brujas, de las que también hablan y que tuvieron presencia por estas tierras. «Nosotras, sin embargo, consideramos que lo más interesante permanece siempre en la sombra, en aquello que no se ve», dicen. Asimismo, son testigos, en las conversaciones de los personajes, de la mirada retrógrada y apolillada en muchos temas, entre ellos el de la mujer, pues muestran una visión patriarcal y misógina. Cuando Wojnicz llega a Görbensdorf, una primera descripción ya demuestra que es una persona enfermiza y muy sensible. Wojnicz es alguien suspicaz y obsesivo, sobre todo, con la creencia de que constantemente le están observando. Para colmo, la narración de esos seres mitológicos introduce al lector en la enfermedad y las intimidades del protagonista. Apenas menciona a su madre, pues murió en el parto, y sí a su padre, que no rehízo su vida, pese a ser agraciado y adinerado, y se encargó de instruirlo con mano de hierro y alejado de sentimientos mujeriles, según se dice.

Görbensdorf es una ciudad donde los obreros están arreglando el tendido eléctrico y donde un personaje le pregunta al protagonista si sabe lo que es la electricidad, lo que demuestra que esta aún está en ciernes. El sanatorio, además de una clínica para curar a los aquejados de tuberculosis, se erige aquí como un símbolo de Europa, que se encuentra enferma de un padecimiento que pronto va a explotar en forma de Primera Guerra Mundial, con el nacionalismo como uno de sus síntomas. En ese sanatorio hay personas nostálgicos del pasado o que se encuentran en la vejez, una etapa, según un personaje, caracterizada porque la persona se estanca y no consigue avanzar. Todas estas personas podrían ser simbólicamente los diferentes países de Europa en sus diversas posiciones en la guerra que se avecina. «La vida en medio de la multitud es peor que la cárcel», dice uno de los personajes en relación a dicho sanatorio. Wojnicz se aloja en una pensión, porque el sanatorio es mucho más caro. Se trata de una «pensión de caballeros», tan de caballeros que la única mujer que vive y trabaja allí, la esposa del dueño, se suicida al día siguiente de la llegada de Wojnicz.

El protagonista se pregunta por qué él está enfermo y por qué otros no. Para colmo, tras la primera consulta con el médico en el sanatorio, este no le cae en gracia y reconoce echar de menos al médico de su ciudad, el que lo trató desde niño, lo que puede simbolizar la nostalgia europea de los años de paz ahora que se asoma al abismo. Aun así, sabe que todo lo que hay allí es nuevo para él y, por tanto, todo supone un cambio, quizás un cambio sanador, igual que una parte de Europa puede ver la guerra con esperanza de renovación. Desde la primera consulta de Wojnicz con el médico, se advierte un lenguaje militarizado y bélico: «Lo único que tiene que hacer usted es ser disciplinado, someterse al régimen terapéutico […] como si estuviera en el ejército», dice el doctor, y se refiere a los enfermos de tuberculosis de la zona como «sus compañeros de armas». Tras la primera cena de Wojnicz con sus compañeros de la pensión, las narradoras dicen sentir que todos allí son como miembros de un destacamento separado de un gran ejército que se encuentran sitiados aunque no se vean los cañones de las metralletas ni indicios de la presencia de astutos espías. Allí, Wojnicz nota que, «involuntariamente, había acabado en medio de una guerra».

La primera recomendación del médico para Wojnicz es que no sufra emociones fuertes, pero cuando llega a la pensión después de esa primera consulta se encuentra el cuerpo inerte de la mujer del dueño de la pensión, que esa misma mañana le había servido el desayuno y que parece haberse suicidado. El suicidio de esta mujer supone la primera píldora de feminismo que las narradoras lanzan, puesto que Wojnicz dice sobre el dueño de la pensión: «Tendría que haber supuesto que los hombres, por lo general, tenían esposas, cuya presencia no siempre resultaba visible y clara, y que apoyaban los negocios familiares desde la cocina o la lavandería». Así, habla sobre su desconocimiento de la relación de esa mujer con el dueño de la pensión, ya que estas suelen permanecer en la sombra, cuando su trabajo es al menos igual de importante que aquellos que trabajan mostrándose. Pero hay más: Wojnicz reconoce que ese cuerpo inerte femenino es el primero que contempla detenidamente, ya que siempre ha visto a las mujeres moviéndose rápidas a su alrededor, como si solo fueran sombras y no personas constituidas.

Esa mujer, ahora fallecida, le recuerda a su niñera, una figura borrosa, nunca formada del todo, siempre en la sombra, trabajando, y a la que su padre despidió cuando ya por edad no podía hacerse cargo de todo, cuando hasta entonces había cumplido con creces. Wojnicz siente lástima por ella, pero sabe que su sensibilidad nunca le ha traído nada bueno, al menos en presencia de su padre, para el cual la sensibilidad e inadaptación de su hijo siempre supusieron una humillación y una decepción. El propio Wojnicz sufrió en su infancia las consecuencias del patriarcado y de la presión sobre los hombres, pues fue considerado alguien débil por su enfermedad y por su forma de ser. «Su padre consideraba que la culpa de todas las desgracias nacionales y de los fracasos educativos la tenía una educación demasiado blanda que comportaba el afán de miramientos, la sensiblería y la pasividad […]. Lo que contaban eran la hombría, la energía, el trabajo al servicio de la sociedad, el racionalismo, el pragmatismo…», se dice.

El machismo también se advierte en otras actitudes del padre, sobre todo cuando se dice que había perdido «por completo el interés por las mujeres, como si la muerte de su esposa le hubiera arrebatado para siempre la confianza en el sexo femenino, como si se hubiera sentido defraudado e incluso deshonrado por dicho sexo». Estos pensamientos no solo son propiedad del padre del protagonista, sino también de otros personajes. Como su tío, que decía: «Mujer, diablo y rana, de la misma calaña», u otros, que decían que las mujeres eran traicioneras, inestables y escurridizas. O aquellos con los que él comparte mesa a la hora de cenar en la pensión o con los que pasea y hace excursiones. Por ejemplo, el mismo día que la mujer del dueño de la pensión se suicida, uno de los huéspedes dice: «Nunca sabremos qué quieren las mujeres», con una crueldad injustificable. Para incredulidad de Wojnicz, todos los hombres con los que comparte mesa tienen una actitud y lanzan unos comentarios, aparentemente desde mentes racionales y científicas, que degradan a la mujer. Otro ejemplo sería cuando uno de ellos dice que las mujeres no piensan, sino que imitan a los hombres y por eso parece que lo hacen y que hablan con sensatez. «Las mujeres, por su naturaleza, son más delicadas y más sensibles, y por eso son tan propensas a cometer acciones irreflexivas», añade otro personaje.

«Cualquier polémica, ya fuera sobre la democracia, sobre la quinta dimensión, sobre el papel de la religión, sobre el socialismo, sobre Europa o sobre el arte moderno, al final se reducía a las mujeres», dicen las narradoras. «En cuestión de mujeres, todos tenían algo que decir», se añade, y, en efecto, todos hablan de ellas, algo mejor o algo peor, pero con una visión que deja pasmado al lector contemporáneo. Por ejemplo, cuando un personaje dice que la mujer representa una etapa pasada e inferior de la evolución porque son rezagadas evolutivamente. De hecho, el dueño de la pensión dice: «Nos guste o no, únicamente la maternidad justifica la existencia de ese problemático sexo». Thilo es un joven de la edad del protagonista, y es el personaje más enfermo de la pensión, pero el más sensato de todos ellos, lo que se demuestra, por ejemplo, cuando afirma que es pacifista y que igual que los militares llevan medallas también deberían llevarlas las mujeres para que se reconocieran todos los partos que han tenido, todos los enfermos a los que han cuidado y todas las comidas que han preparado. Mientras tanto, en el tema de las mujeres, Wojnicz prefiere no opinar.

El médico le dice que la culpa de los fracasos de los hombres la tienen las madres porque transmiten a sus hijos emocionalidad, que produce enfermedades y debilidad de espíritu. «Hasta los hombres más duros se derriten como una gelatina cuando están sometidos a las artimañas de las mujeres», añade este personaje. Un día, cuando Wojnicz y sus compañeros de pensión van a recoger setas, recogen sobre todo boletus, que es un nombre masculino, pero en un momento recogen una con nombre femenino, sobre la que se dice: «Latía en ella esa fuerza del más débil […]. De no ser por ella, el mundo estaría formado únicamente por ejemplares fuertes, sabrosos, bellos y perfectos, solo por los nobles boletus». Aquí hay quien piensa que las mujeres desestabilizan el orden social y deben quedarse relegadas al ámbito privado, incluso que no deberían tener acceso a las cafeterías. Otro opina: «Queridos señores, la señal más clara de que una obra [literaria] es extraordinaria es el hecho de que no les gusta a las mujeres». Otro afirma que las escasas excepciones de mujeres destacadas en literatura o en ciencia se producen porque han heredado esas dotes de sus padres o abuelos.

En la primera noche de Wojnicz en la pensión, Thilo, delirando por la fiebre, le confiesa que en ese lugar ocurren cosas extrañas y que muere gente con frecuencia, y no precisamente por la tuberculosis. Asimismo, ese huésped le dice que en ese municipio no hay cementerio pese a toda la gente que vive y muere allí, algunos de forma extraña o incluso violenta. Quizás no hay cementerio porque, para las personas que están luchando por su vida y que están frágiles de salud, ver constantemente la muerte puede suponer un golpe de moral, de ánimo, que derive en empeoramiento. Tanto es así que uno de los compañeros de pensión de Wojnicz se congratula de que allí celebran la alegría de vivir: ignoran la muerte y no se interesan por los muertos, un extremo total de deshumanización. No hay cementerio, pero sí hay un mausoleo independiente y aislado que conserva los restos del fundador del sanatorio. Para colmo, Wojnicz siembra la sospecha en su cabeza de que allí hay gente que no está enferma de verdad, sino que está huyendo de algo, y que no todo es como lo cuentan.

Ante estas muertes sospechosas y la información oculta, el protagonista decide mostrarse más vigilante. Sin embargo, él mismo ya conoce lo que es practicar el arte de desaparecer y callar en los momentos oportunos. Cuando era un niño y su padre lo llevaba a cazar, él, incapaz de matar a animales por su sensibilidad, fallaba el tiro a propósito. Siempre deseó cambiar de aires, vivir aventuras, pasar desapercibido, experimentar…, pero todo ello sin cambiar el interior, como le ocurría al protagonista del libro que más le marcó, Metamorfosis, de Apuleyo, con quien se identificaba. Wojnicz aprendió en su infancia que «ser hombre es aprender a ignorar lo que molesta». Cuando su padre lo obligaba a jugar al ajedrez, él no quería limitar las piezas al juego del ajedrez, sino jugar con ellas como si fueran muñecos, algo que el padre le prohibía y censuraba porque él se rebelaba contra esas normas y prohibiciones de que ciertas cosas solo pueden usarse con un cometido concreto.

Un día, sube al desván de la pensión y descubre algo allí que le deja estupefacto y que le da una pista sobre lo que puede estar sucediendo. Entonces, reflexiona acerca de si aquello que vemos lo vemos de la forma en que lo hacemos debido a nuestro estado en ese momento y si quizás las cosas son totalmente diferentes a como las creemos. «De ser así, nuestras representaciones internas del mundo podrían ser dramáticamente diferentes. Solo la lengua y las normas sociales mantendrían el mundo mal que bien en un cierto orden», se dice. Algunos personajes creen que solo deben agarrarse al racionalismo porque el mundo es como es, con sus leyes finitas que lo explican, y por tanto sobran fantasías e ideologías y son necesarios el orden y el control. En una ocasión, el padre del protagonista le dijo que si Polonia se dedicara a la apicultura, sería una potencia mundial, mientras que Wojnicz le rebatió y le dijo que si los polacos comieran más miel cambiaría todo el país.

En cuanto a la identidad nacional, su padre no quería que fuera alguien de provecho y útil para la nación polaca, sino para el Imperio prusiano, al que pertenecían, ya que defendía que Polonia no se independizaría nunca y en caso de hacerlo sería un país débil, pues cuanto más grande se es mejor se pueden afrontar las problemas. Quizás aquí Tokarczuk lanza una defensa de la nación polaca independiente. El dueño de la pensión se identifica como de origen suizo y los narradores dicen que cada vez que lo decía «se percibía un claro orgullo […]. Era, por así decirlo, mejor racialmente». Por tanto, ya se empieza a hablar de temas raciales y de superioridad de unos países frente a otros. Un personaje afirma que la democracia es un sistema inestable y otro opina que es más próspera en países politeístas porque se preparan para la diversificación y no el monopolio del poder. Para Wojnicz es más importante su futuro profesional que nacional, sobre todo porque se vio limitado y no pudo estudiar lo que realmente quería. Al menos, se consuela: «Entiendo de alcantarillado y sé incluso construir inodoros», lo que resulta una resignación hilarante.

En esta novela, la mitología no solo está presente con la figura de las empusas narradoras, sino que también se advierten otros elementos. Por ejemplo, Wojnicz conoce a dos mujeres del pueblo que suelen estar juntas y sin nada que hacer, Frau Weber y Frau Brecht. El personaje de August le confiesa que en realidad son tres, pero que la tercera nunca sale y nunca se le ve. Sin duda, parecen las Parcas o las Gorgonas de la mitología griega. El médico reconoce la incapacidad de ciertas personas, directamente hombres primitivos, de relacionarse con mujeres, por eso dice que inventaron en la antigüedad figuras mitológicas femeninas agresivas, como pueden ser Medusa o las sirenas en la mitología griega. En definitiva, en esta obra, los hombres ignoran sistemáticamente a las mujeres, igual que usan el raciocinio y desechan cualquier tema espiritual, místico o mitológico, sin saber que son observados por las figuras mitológicas que dan título al libro.

Pese a todo, Wojnicz prefiere estar allí gracias a su enfermedad, pues se trata de un mundo desconocido donde tiene tiempo de definirse, algo que no ocurre en el mundo del que procede. Allí, las conversaciones que mantiene versan sobre la existencia de la cuarta dimensión, la existencia objetiva de Dios, si el ser humano es malo por naturaleza, qué es el cristianismo y qué conduce al ser humano por la senda de la civilización y la convivencia pacífica. Hay personajes que defienden la fe y las creencias, mientras que otros opinan que la religión debe tratarse como la mitología, es decir, como cuentos educativos que ayudan a vivir. Otros también aseguran que el ser humano es bueno por naturaleza y que con unas condiciones dignas para vivir no se necesitarían fuerzas del orden. La tuberculosis se erige como enfermedad del ser humano y como símbolo de la enfermedad de ciertos países, a punto de caer en la muerte de la civilización y en la guerra. A la par que la tuberculosis, se desarrolla la enfermedad de la inferioridad y la voluntad pero imposibilidad de ser perfecto, siquiera suficiente. Wojnicz nunca se ha sentido así en su vida, y el médico le anima a aprender a vivir con esa pequeña dolencia que en cualquier momento puede transformarse en una ventaja, pues dice que solo es cuestión de perspectiva. «Lo que nos moldea no es lo que en nosotros es fuerte, sino precisamente la anomalía, lo que es débil y no aceptado», dice.

Por otro lado, me ha resultado curioso que a lo largo del libro la autora haga críticas a sus compatriotas polacos. Quizás la más representativa es esta, extensa pero ilustrativa: «Wojnicz intentaba evitar cualquier encuentro con sus compatriotas. Primero, consideraba que era mejor practicar el alemán que malgastar las energías en chácharas con sus paisanos. Segundo, los polacos lo irritaban. Lo irritaba su espíritu gregario porque buscaban todo el tiempo su propia compañía y se pegaban unos a otros formando una masa mundana que se desplazaba arriba y abajo por el bulevar, centrada en sí misma, en apariencia confiada, pero en el fondo llena de complejos y de un vergonzoso sentimiento de no encajar. Constituían un ombligo andante del mundo, ocupados solo de sí mismos y ciegos a todo lo que les rodeaba. […]. Lo irritaba la inseguridad cuidadosamente disimulada de los polacos, una inseguridad que intentaban camuflar por todos los medios, más dispuesta a convertirse en fanfarronería que a dejarse descubrir».

Wojnicz siente pavor hacia su padre por lo estricto que este siempre se mantuvo con él. El protagonista, tan sensible, se adaptó a un mundo dominado por esa figura masculina y donde no se permitía nada que oliera a debilidad (y, por ende para ellos, a mujer). Sin embargo, cuando era adolescente, le gustaba ir al desván de su casa y vestirse con mantelería, como las togas de los antiguos griegos, y despojarse de las ropas masculinas que le apretaban demasiado. De hecho, cuando Wojnicz ve el cuerpo inerte de la mujer del dueño de la pensión, piensa en su niñez y en todos esos «detalles que constituyen la esencia de la mujer: pliegues, fruncidos, volantes, sobrefaldas, encajes, canesús, todo aquel paganismo de telas cuya finalidad es ocultar el cuerpo femenino».

Tierra de empusas es la primera novela que Olga Tokarczuk publicó después de que le dieran el Nobel. A estas obras postpremios se les presupone una bajada de nivel; sin embargo, y aunque no he leído otros libros de la autora, no me parece para nada malo. En estas páginas, el lector tiene la sensación de que tanto el protagonista como los personajes que lo rodean, pese a sus ideologías y creencias variadas, tienen una represión impuesta o autoimpuesta que les dificulta la adaptación a la sociedad o les amarga la existencia; que tienen algo oculto que no pueden transmitir, aunque lo deseen, aunque lo sienten o aunque lo piensen. Wojnicz parece ingenuo, a diferencia de sus compañeros de pensión, que muestran una soberbia y una seguridad en sí mismos apabullantes. Tokarczuk usa el realismo mágico, pero de forma sutil, y extrae todas las ideas misóginas de obras literarias y filosóficas mencionadas al final. El desenlace de la historia es delirante, con cambio de roles y una ruptura del ritmo pausado, pero no aburrido, en mi opinión, que tenía hasta entonces. Por su parte, el lector sale de esta obra cargado de manifestaciones y reflexiones que debe ordenar en su propia conciencia y que le animan, al menos me ha ocurrido a mí, a lanzarse a La montaña mágica, de Thomas Mann, para descubrir todo lo que esta historia, en conversación histórica con aquella, puede decirle.

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