Han cantado bingo (Reservoir Books, 2025) es una novela protagonizada por dos hermanas adolescentes y narrada por la mayor de ellas. Lana Corujo (Lanzarote, 1995) construye aquí capítulos muy breves junto a cuyos títulos aparece la edad de la hermana mayor en el momento de dicho capítulo. Ambas conviven con sus padres, que se divorcian, pero sobre todo con su abuela, que algunas noches va al bingo. Entonces, las hermanas aprovechan los diez minutos que transcurren entre que su abuela se va y su tío llega de faenar para ir hacia El Ahorcado, un volcán que hay tras la casa, contar hasta tres y regresar luego corriendo, cogidas de la mano y sin mirar atrás. Sin embargo, el juego que creen propio de la infancia se hará eterno, pues la hendidura de la que surge el volcán es paralela a la herida que sobrevendrá un día a toda la familia.

La casa de sus padres está dividida en dos por un muro de pladur, pues estos están divorciados, y lloran su ruptura por separado. «En este mundo dividido por una pared de pladur, yo soy la puerta», dice la narradora. Sus padres eran muy jóvenes cuando las dos hermanas eran pequeñas y querían seguir viviendo y bebiendo la juventud, así que ambas crecieron demasiado pronto para erigirse como proyecto de adultas y sufren carencias por parte de ellos que, según el momento, refuerzan o debilitan su lazo. «Mi tristeza se ha hecho a un lado para permitir la de ellos», añade. La narradora es dos años mayor que su hermana, aunque asegura que en su recuerdo siempre está ella, y piensa las cosas pero no las dice, mientras que su hermana es más transparente. Ambas quieren echarse el refresco en el mismo vaso que sus padres se echan el ron para sentirse adultas. Pese a ir a la par, la narradora se lamenta de que su hermana hace reír a los adultos y estos son más buenos con ella por eso; para colmo, la narradora recuerda una vez que hizo llorar a su madre. Se trata de heridas que quedan grabadas a fuego y que la hacen sentirse desplazada. Un día, una vecina de su abuela le dice a la narradora que tiene un don que se hereda y despierta las sospechas en ella. El salto a otro capítulo, donde la narradora tiene veintidós años, vaticina una tragedia que está por ocurrir y que se desvela al lector poco a poco.
La relación entre las hermanas y entre la narradora y su familia son el motor que mueve la novela, así como la presencia de la muerte, la pérdida y el duelo son fundamentales para el desarrollo de la narradora. «Las noches siempre abren una puerta para que lo extraño suceda, eso hace que nuestros corazones suenen llenitos de miedo», dice ella, porque «el miedo es nuestra golosina». Por eso juegan a juegos de terror en el ordenador o se aventuran hasta El Ahorcado de noche. Aun así, no tiene miedo a los monstruos, pues dice que de pequeña, cuando le costaba dormir, los veía aparecer y ellos no le daban miedo, aunque ella a ellos sí les daba pena, tanto que la acompañaban al baño de noche. Sin embargo, se abre una grieta en ella cuando se da cuenta de que el mundo real no necesita aventuras para generar miedo o para provocarlo. Ella es consciente de su entorno y su circunstancia: está en el limbo de la infancia a la adultez y reconoce ser «una ruindad que no tiene hueco en ninguno de los dos lados. Pienso en el espacio que existe entre la luz y lo oscuro. Ahí estoy yo. Pero apenas nadie se da cuenta».
La narradora llora la pena de los demás y se queja de que no puede hacer planes por sí sola, ya que siempre debe ir con su hermana pegada a ella a todas partes. Su primera noche sin sus padres ni su hermana fue con doce años, en casa de una amiga. Esa experiencia le abrió los ojos a un mundo nuevo donde el error existía sin castigo ni riña, donde reinaba la armonía y donde ella, al igual que su amiga, existía en su individualidad. «A veces quiero ser hija única, como lo es mi amiga, y que papá y mamá tengan tiempo y espacio para mirarme y ver que existo como una persona sola y no como una persona pegada a otra más chiquita». Se siente indivisible. Quiere ser como su prima grande, y así aparecen de nuevo las ansias de ser adulta, aunque admite: «Hay algo en la tristeza de los mayores que nos espanta».
La narradora tiene sueños raros en los que parece ver a los muertos. «Mi mente, el único lugar en el que puedo ser salvaje», dice. Los monstruos son sus miedos y su rabia, que se tornan móviles y tangibles, posibles y peligrosos, sobre todo cuando advierte el abandono o el hecho de que sus padres siempre tienen una sonrisa para su hermana y no para ella: «Las hermanas no se pelean y los padres no deberían dar miedo». El mundo adulto que ellas conocen se desarrolla en el BAR, con mayúsculas, donde sus padres se entregan al alcoholismo, sin virulencia, pero sin pausa. «Quiero seguir mirando nuestro reflejo e imaginar que tengo otros padres y otra hermana», confiesa. La narradora anhela la vida de su amiga, y su amiga la de ella, paradójicamente; al fin y al cabo, deseamos lo que nos falta. Su amiga fue una niña no deseada, pero ahora es muy querida… ¿Y la narradora?
Ella quiere huir de ese pueblo, aunque sea a los dieciocho años y para estudiar algo que no sabe si le gusta. Los ojos de su hermana son dos volcanes negrísimos, como El Ahorcado, que es su lugar de refugio mientras ella cumple años, donde esconde los dibujos de los monstruos que ve en los lugares donde los adultos no miran nunca. Sus emociones y su interior se sienten también como un volcán en erupción. La narradora, en lucha por su individualidad, combate la imposición de tener a su hermana y esto hace su relación más difícil y conflictiva. Ella aún tiene fe en que en las relaciones siempre hay espacio para el cariño, aunque solo se recuerden las discusiones: «Cuando el lenguaje no alcanza, nace la rabia». Sin embargo, la culpa, tan poderosa, la arrastra y agrieta y divide el cuerpo propio; una culpa como dos colmillos que agarran a la narradora y no la sueltan. «La vida es muy larga para vivirla rodeada de culpa», dice. Todas las violencias de la infancia se concentran en su interior y percibe que solo le queda seguir adelante, dar un paso tras otro, superar los duelos y adaptarse a la vida.
Han cantado bingo usa un lenguaje fresco que contrasta con la aridez del terreno y del suceso que parte la historia en dos. Los diálogos de la narradora aparecen en cursiva, los de su hermana subrayados, los del volcán en negrita y los de sus familiares entre corchetes. El tema principal de la novela es la culpa, pero en sus páginas también se habla sobre el silencio, las heridas, los secretos, la infancia o el paso a la vida adulta. Los personajes deben internarse en la oscuridad y en el mundo de la pérdida y sobrevivir a él, además de aprender que nunca podemos conocer a alguien cien por cien, aunque vivamos con esa persona. Hay un fragmento precioso donde se describe todo para lo que puede servir una silla en la mente inocente e insaciable de juegos de una niña como la narradora. Igualmente, la autora introduce a Perrita Aurora, que solo existe en el recuerdo de los personajes y que, pese a su escasa presencia, resulta enternecedor.
La madre dice que las dos hermanas están todo el día en la casa como corujas, y el apellido de la autora es «corujo», una conexión entre autora e historia. Corujo es la tercera autora canaria joven que he leído tras Andrea Abreu y su Panza de burro y Aida González Rossi y su pueblo yo. De hecho, en el cielo de la historia aparece una vez una panza de burro y quiero pensar que es un guiño al libro de Abreu. La narradora cree imposible deshacerse de sus muertos, de su recuerdo y de su presencia. El consuelo ante la muerte, a veces, es reencontrarse con aquellos que ya no están, aunque no soltarlos también conlleva problemas. Esta novela produce una ruptura total en el lector, y los pedazos rotos son imposibles de recomponer tras su lectura. «Cómo nombrar una pérdida tan dolorosa», se pregunta la narradora, aunque podría trasladarse a quien la lee.