Escrito por Rubén Fernández Sabariego
Despierta-
El cerebro de Toro parecía anclarse en un estado vegetativo. El té era sinónimo de coma inducido; ralentizaba el cerebro al mínimo para que el resto del cuerpo efectuara sus labores al máximo rendimiento. Entre sueños podía escuchar una voz femenina susurrarle. Toro, despierta. La voz se colaba entre los entresijos de sus regiones subcorticales y hacía vibrar el hemisferio izquierdo. A cualquier mapa de calor cerebral le hubieran faltado tonalidades de rojo para mostrar lo que se producía en aquella cabeza.
-Venga, Toro.-
Candela le cogió la cabeza con suavidad, moviéndola de derecha a izquierda y en orden inverso. El culmen vino cuando en uno de esos movimientos, la boca del cazador se abrió y dejó caer un fino hilo de baba. Miró hacia su índice, por donde aún resbalaba el líquido transparente y, después, hacia su excompañero. Se acabó. Retiró con suavidad su zurda y entonces…
¡PLAF!, ¡¡PLAF!!
Abofeteó con tanta fuerza los pómulos y parte de la mandíbula que un sonido seco se apoderó de la habitación. Como un árbol crujiendo. Un grito de dolor se escapó de la boca de Toro y, acto seguido, sus mejillas se tintaron de bermellón. La baba que antes estaba en la mano de Candela ahora volvía a su legítimo portador.
Por qué no haría esto antes.
Pensó la rubia esbozando una media sonrisa. Sacudirle un poco siempre venía bien para liberar tensiones.
-¿Qué cojones haces?- Preguntó acariciando su mejilla derecha, intentando que el picor pasara.
-Despertarte. Me has babeado la mano. – Le mostró la señal, casi imperceptible ya, del recorrido de la saliva en su palma.
– ¿Y por qué no lo has intentado con un besito en vez de atizarme? – Puso morritos y acto seguido dijo entre dientes – Uy que sueño sigo teniendo…
El ceño de Candela se frunció mientras alzaba la mano al cielo. Mimetizó la pose que empleaba Zeus antes de descargar un trueno de iracunda rabia sobre sus adversarios. Era la viva imagen del Artemisión de bronce griego.
-Tienes todas las papeletas para ganarte otra. – Inquirió en tono amenazante.
Con una pasmosa velocidad, inusual para haberse levantado de un ‘coma’ inducido, Toro agarró la muñeca alzada de la rubia. Tiró hacia si mismo y pegó su cara a la de ella. Sus labios se rozaron y Candela pudo sentir la calor que estos desprendían así como lo pesada que era su respiración. Quizás del sobresfuerzo por la velocidad del movimiento.
El choque de trenes se produjo cuando Toro levantó la mirada. Los iris azules de la rubia se encontraron con unos aún más brillantes. Centelleaban como astros de lino en la penumbra de la habitación. Enmudeció.
-Gracias. Por todo. – Le susurró con ternura a escasos centímetros de su boca. En ese momento todo y nada pasaba. Siempre había sentido algo diferente por Toro. Su corazón era tan puro que podía refugiarse dentro de él, era el cobijo donde ningún demonio podía llegar. Sintió como su muñeca se liberaba y reposó sus brazos sobre el cuello de aquel hombre, tan duro por fuera como frágil por dentro.
-Te he echado tanto de menos- Susurró a duras penas. No por orgullo, si no por miedo. Ese miedo que le asolaba cuando la compuerta de su corazón, que mantenía bajo llave, se abría y dejaba aflorar sentimientos. Se sentía tan vulnerable en esos momentos. Vulnerable con todos, menos con él.
El jugueteo entre sus narices y los besos de pingüino dieron pasos a besos cálidos y caricias entre las sábanas. Sus cuerpos y almas se volvían a interconectar una vez más. Cada centímetro de su piel era un universo por explorar. Un paraíso terrenal que se redescubría. Una y otra vez. Una y otra vez.
El reloj marcó las 00:00 y ambos cuerpos cayeron dormidos. La mano de Candela reposaba sobre las cicatrices que cruzaban el pecho de Toro, y este mantenía su brazo alrededor de ella. Intentaba protegerla, evitar que muriera por el terrible frío que otorgaba la soledad y que marchitaba incluso a los corazones más ardientes. Una soledad que Candela experimentó durante meses, tras su marcha de La Hermandad.
8:00 AM DEL DOMINGO
PII
PII
PIIII
La alarma estallaba en inarmónicos y desapacibles sonidos. Cada vez más con más fuerza. Una mano intentó golpear con desdén aquel aparato que daba saltitos por la mesa, como intentando decir: “¡Eh, estoy aquí, venga arriba, vamos, vamos!”. Pero falló en su intento de apagarlo. Aún sin poder abrir del todo los ojos, ya que la claridad le cegaba, volvió a intentarlo. Y falló. Hasta que un estruendoso golpe hizo que abriera completamente sus iris azules.
El minutero, cristales y diversos tornillos estaban desperdigados por el suelo. Se habían roto con tanta fuerza que se encontraban alrededor de toda la habitación.
-Es que tardas mucho en apagarlo- Dijo Candela encogiéndose de hombros por haberlo reventado contra la pared, en la que ahora había una pequeña oquedad.
-Veo que sigues sin tener buen despertar.- Respondió riendo y tocándose la cara, para eliminar los últimos restos de legañas que querían seguir viviendo junto a él.
-Hablando de despertar, vístete. Tenemos planes- Se calzó para evitar pisar algún cristal y comenzó a meterse un pantalón negro que delineaba su figura al quedar ceñido como un guante de látex.
-¿Planes? Yo aún estoy dolido de las costillas, ¿por qué no nos quedamos aquí otro ratito? – Le susurró picarón a la oreja.
-Anoche no te dolían tanto. – El sarcasmo fue el ingrediente clave para desmontar la absurda teoría del dolor- Tenemos una reunión con Jannine.
El cerebro de Toro hizo pluf. Sus conexiones neuronales intentaban establecer una relación de cómo las cosas habían llegado a ese punto, pero le faltaban datos. Le faltaba contexto. Lo que sí tenía guardado en la retina era la imagen que se difundió de Candela como traidora cuando abandonó La Hermandad. Jannine castigaba con la muerte o algo peor a quien renegaba.
-¿Estás loca? ¿Estás firmando tu sentencia de muerte?
-Déjate de dramatismos y vístete. Ya te lo explicaré por el camino si te portas bien.- Su tono fue bastante más amigable en la última frase, que acompañó con un guiño.
Ni siquiera tuvo tiempo de terminar de colocarse el cuello del enorme abrigo negro que portaba cuando sonó el timbre.
DIIING
DIIIING
DIIING
Detrás de la puerta se encontraba el conocido como: “Viajero”. Los viajeros eran, en tiempos más antiguos, brujos y, actualmente, científicos que habían consagrado su vida al salto de distancias y no a las peleas. Capaces de utilizar un artilugio y moverse entre espacios de dimensión-tiempo, servían de transporte a los cazadores en tiempos de necesidad. La reserva de viajero había disminuido considerablemente tras la última rebelión en el seno de la organización, por eso solo se utilizaban para asuntos estrictamente prioritarios. Los únicos con capacidad de decisión sobre los viajeros eran Jannine o Tora.
Era un hombre delgado, casi raquítico. Se ajustó el puño de la camisa negra y posteriormente las gafas de sol mientras los cazadores cerraban la puerta.
-Es la hora- Dijo señalando a su reloj. Eran personas extremadamente puntuales.
Agarró por las muñecas a Candela y Toro y un aparato cuadrado y metálico empezó a emitir ruidos estrepitosos. Una luz verde centelleaba a través del pantalón negro, luego pasó a roja y posteriormente a un blanco que los engulló. Cuando esta desapareció, ya no quedaba nadie frente al portal.
La van a matar
Es lo único en lo que pensaba Toro.