Escrito por Rubén Fernández Sabariego
-¡¿QUÉ?! – Descolgó de malas formas.
Un silencio atronador se apoderó de la sala, de la línea telefónica y de la garganta de Candela tras su respuesta.
…
…
…
Pasaron varios segundos y nada. Nadie respondía al otro lado a su tono de hastío. Había hecho enmudecer a su interlocutor, o al menos eso creía ella. Retiró el auricular del teléfono fijo de su boca y también de su oreja. Su cuerpo emanaba una incesante calor y lo pudo sentir al despegar el plástico de su piel.
Fue a colgar cuando una voz se escapó entre los huecos del aparato.
– ¿Candela?
Reconocía esa voz. Respiró, soltando el aire que residía en sus pulmones y garganta. Con el aire también salieron parte de los nervios. Debía tener claridad para esta llamada.
– ¿Sigmund?
– ¡¿Querida, ¡¿pero qué tal estás?! – Su voz resultaba ciertamente musical. Podías saborear la marcada dicción de sus palabras y la forma en la que se deslizaba a través de las frases. Candela ignoraba como lo hacía, pero siempre que conversaba con Sigmund su boca salivaba con regusto a miel.
Respira. No la cagues. Tienes que averiguar donde tiene a Lena.
Miró hacia el techo por un segundo. Sigmund sabía cuando le mentías porque, según le dijo él, la vibración de las cuerdas vocales en una persona era diferente cuando mentía, como una guitarra cuando afinaba en otro tono al habitual. Optó por no poner a prueba las capacidades de detective de su conversador…al menos no de momento.
-No muy bien en este momento. – Terminó rápidamente la frase.
Pasaron varios segundos sin respuesta al otro lado de la línea. Con cada silencio las partículas en el ambiente se volvían más densas. Pesaban. Se cernían sobre los hombros de la rubia y la hacía sudar.
BUM
BUM
BUM
No lo aguantaba más. Su corazón bombeaba al ritmo de un martillo neumático. Quería gritarle que parara. Que desistiera en su labor de alterar todo su sistema nervioso tan siquiera sin decir algo. ¡Deja de controlar los malditos silencios y tempos de tu maldita locución! Ansiaba escupir cada una de esas palabras a través del teléfono. Pero si hacía eso… Si hacía eso estaría a su completa merced.
-¿Recuerdas la tribu de hombres Fénec?
-¿Los hombres zorro? Sí, claro. ¿A qué viene esa pregunta?
-A que si estuvieras en el desierto, ya habrían olido tu miedo. Verás, presentas síntomas de estar realmente nerviosa. Tu corazón late más fuerte en tu garganta que en tu pecho, se te está secando la boca y cada vez te cuesta salivar y tragar. Tienes la respiración tan pesada que por un momento pensé que estabas comiendo.
Sigmund se escapaba al control de toda lógica. Era incapaz de pillar por donde iba. Quizás eso fuera una de las cosas que le atraía de él, aunque se lo negara a ella misma y por consecuencia a los demás.
-¿Desde cuando eres médico, Sigmund? – Intentaba recobrar la compostura.
-Desde que sé que estás nerviosa. Tienes miedo porque sabes que si la cagas, el péndulo que sostiene a Lena se caerá y… ¡¡¡STRGHHH!! -Hizo un sonido estridente por el teléfono no solo con la boca, si no tirando un jarrón al suelo. Aquello retumbó por el altavoz- Adiós a Lena. Sería una auténtica pena, ¿verdad?
-No te atreverías.- Era un ajedrecista, y la puso en jaque con esa amenaza.
-Piensa lo que gustes. Pero no he llamado para amenazarte, ¡jamás me lo perdonaría, cosita! Te he llamado para ofrecerte opciones, como en los viejos tiempos, para que esta historia acabe con un final feliz.
¡¿Los viejos tiempos?! Pensó. En qué momento, en qué momento sucumbió bajo los encantos de aquel ladrón, de aquel asesino. A día de hoy se lamentaba de caer bajo los influjos de la maldad, y de aquellos iris gatunos color miel. Se llevó la zurda hacia su frente y la acarició suavemente, intentando pensar con claridad.
-Habla
-Como sabrás, celebro la fiesta más importante de toda la escena criminal. El lunes, a media noche, se darán cita en el Callejón del Perro Famélico asesinos, narcotraficantes y alguna que otra bestia no tan humana. Sonará la mejor música y se brindará con el mejor alcohol que nunca un paladar haya probado; quizás, con suerte, hasta se derrame algo de sangre.
-¿Y pretendes que asista para…?
-¡Para disfrutar, querida! Estáis bajo mi protección. ¿Qué clase de anfitrión sería si permitiera que os hicieran daño? Por dios, sería como pegarme un tiro en mi propio pie. – Agregó con cierta sorna.
-¿Os hicieran?- Replicó Candela con intriga.
-Sí. Tú y tu acompañante.
-No sé a que acompañante te refieres
BUM
BUM
BUM
-Al que tienes acostado en tu cama, un tanto malherido si no me equivoco, ¿verdad? – Y comenzó a reír. Le encantaba el juego.
-No sé cómo sab…
-Las calles son pequeñas y mi sombra alargada. Pero puedes estar tranquila, como soy un ser mi-se-ri-cor-dio-so – dijo alargando la palabra a propósito para remarcarla- prometo no decirle nada de esto a Jannine.
Por un momento la mente de Candela proyectó la imagen de Jannine, actual líder de la Hermandad. Una pelirroja de armas tomar; comandaba la organización con mano de hierro. No le temía a las amenazas ni era compasiva. Partidaria del castigo físico extremo, jamás había sufrido de una rebelión entre sus filas. Provenía de una de las grandes familias, competidora directa de los Dagger: los Baccarelli. Tras la marcha de Candela, Jannine ascendió a mandataria para evitar más fugas de soldados entre sus filas. Es por eso no se tenían demasiado aprecio mutuo.
-Olvidas que ya no pertenezco a la Hermandad.-
-¿Ni tu amigo Toro? Porque a él si que se le podría aplicar un castigo considerable si se descubre que se está viendo con una traidora. Es más, ¡¡si se descubre que siguió manteniendo una relación sentimental con ella, justo después de marcharse de la organización! ¡¡Maldita sea, pero qué escándalo JAJAJA!! – Volvió a reír, fascinado por su retorcido y macabro sentido del humor.
Suspiró. Suspiró hasta tres veces. Sigmund tejía una tela de araña en la que siempre caía. Y esas dos opciones que planteaba, en realidad, solo era una. La que él quería que aceptara. Una oferta de asistencia al club que no podría rechazar.
-Bien cariño, interpreto ese silencio como un sí. La fiesta comenzará a media noche, y por favor, id elegantes.
PIII
PIII
PI…
Colgó el teléfono dando un duro golpe sobre la mesa.
-¡¡JODER!! – Gritó con todas sus fuerzas. Un par de gotas de sangre cayeron al suelo. Había apretado tanto la palma de su zurda con las uñas que comenzó a sangrar. Necesitaba un descanso.
Mañana sería sábado. Aún tenía dos días para ver cómo abordaba la situación. Y cómo se lo contaba a Toro. Toro… Sabía que querría entrar con todo, y que Sigmund lo mataría. No tenía plan para abordar la lúgubre luz de los acontecimientos venideros, ni tampoco tenía fuerzas mentales para encender la bombilla de la imaginación. Y los ríos de pensamientos, ansiedad, angustia y nerviosismo fueron dando paso a un cansancio atroz que le cerraron los ojos de forma instantánea cuando reposó su cuerpo sobre la cama.