Atín Aya (Sevilla, 1955-2007), llevó a cabo una producción fotográfica que llevó al costumbrismo sevillano a su máximo culmen: numerosos rostros de campesinos desconocidos, se convirtieron en blanco y protagonistas predilectos a través de la lente fotográfica del artista sevillano, que abarcó una cantidad considerable de retratos moldeados y figurados por un sensible y emocional tratamiento de luces y sombras. La conmoción y la exposición de la verdad como elementos centrales, se sirven de una auténtica naturalidad inspirada y adaptada a partir de diversas técnicas pictóricas, deificando de una forma magistral los tópicos y trabajadores que volteaban y concernía a la clase andaluza más decadente de los años previos a la Transición española.
El fotógrafo trabajó dentro del campo del fotoperiodismo antes de volcarse de lleno en su ámbito fotográfico más personal y artístico. Gracias a esta prolífera profesión, adaptó en su propia trayectoria fotográfica, casi como un cazador, un gran sentido de instantaneidad, de la captura oportuna del momento, que los fusionaba con una disposición de elementos compositivos como si de un maestro pictórico se tratase.
La peculiar naturalidad apreciada en sus negativos, se aprecia no solo a nivel técnico, gracias a un ingenioso juego de luces y sombras, sino además por la actitud que expresan y plasman los personajes mediante actitudes distraídas, relajadas, innatas y habituales.
En este trabajo, destacaremos su proyecto más conocido, Marismas del Guadalquivir (1991-96), que nos servirá como punto de unión y nexo con el filme La isla mínima, inspirado profundamente en las composiciones del fotógrafo.
En esta serie, Aya quiso revelar las condiciones precarias en las que la población marismeña se sometió a pesar de los detonantes y colosales cambios en la sociedad española de la Transición. Se trató de evocar a la identidad auténtica y el carácter mísero que prevalecía sobre la comunidad rural de los pueblos de Andalucía, así como su vida diaria. La cotidianidad, por tanto, será otro de los rasgos básicos de los que partirá Atín Aya y que materializará mediante una serie de recursos fotográficos técnicos y expresivos para otorgar a sus obras de una mayor solidez y fidelidad realista.
La clase rural más marginal nunca fue tan objeto de inspiración y emoción como se presenta en las fotografías de Aya. Los diferentes individuos teñidos de un blanco y negro inherentes, en un país que no conseguía coger y expandir color, aguardan un trasfondo sensorial digno de valorar.
Partiendo del Guadalquivir como escenografía idónea y permanente, el fotógrafo representa su realidad más cercana sin dobles caras ni connotaciones ocultas, emergiendo de una absoluta transparencia personificada en caras y ropajes sucios y desaliñados, escenas de campo, manos agrietadas y trabajadores que, en vez de ser figuras anónimas, son deificados de tal manera que sus propios nombres tan título a las obras en la mayoría de las veces.
Se denota un sentido profundamente antropológico y transigente unido a un innegable deseo por apreciar y exhibir las penurias de un pueblo desolado e ignorado, pero inconsciente, rescatados gracias a los negativos que con tanto empeño y dedicación realizó el fotógrafo sevillano, que se plantea así mismo como una figura con un verdadero carácter poético que se funde con la naturaleza despojada de cualquier factor que lo ensucien y lo coarten.

Partiendo de Marismas del Guadalquivir, (1991-96), disponemos de numerosas fotografías que ejemplifican el carácter naturalista, sensible y realista que caracteriza a Atín Aya como el retratista del trabajador rural sevillano.
Su obra Paisaje en la marisma del Bajo Guadalquivir junto a Trebujena es ejemplifica perfectamente estas premisas sociales y artísticas. Puede observarse gracias a la imagen fotográfica una credibilidad acerca del espacio que se nos presenta, nos está trasfiriendo esa realidad, acentuada, del mismo modo, por el uso de recursos técnicos que enfatiza en su sentido más naturalista. Destaca una puesta en escena reducida a la elección de un espacio rural en el que se disponen dos edificios decadentes y ruinosos entre sí, convergidos y proyectados mediante un punto de fuga que se deposita en el horizonte del paisaje y donde converge un camino de tierra. Del mismo modo, en esta obra y en todas las presentes en la serie, se denota un registro materialista en la que huella, el componente indicial, se potencia en este caso con el fin de subrayar los elementos de la imagen y lo que representa, con el fin, en este caso, de resaltar y enfatizar en el realismo y veracidad de las formas que se exponen.
La materialidad de la imagen se hace presente mediante las detalladas grietas de ambas construcciones que denotan un sentido de decadencia y dejadez, acompañado, además, de una perfecta captación de la atmósfera paisajística rural en la que las nubes se potencian materialmente, al igual que el camino que converge hacia el fondo. La fotografía se articula mediante un punto de vista horizontal y en perspectiva lineal. El blanco y negro serán los colores predilectos de la obra de Atín Aya, potenciándose en una escala de grises según el elemento que señale.
El encuadre responde a un plano general del paisaje delimitado por la disposición de ambas edificaciones enfrentadas entre sí. Las luces y sombras son naturales del propio entorno.

Por otro lado, en cuanto a sus retratos propiamente dichos, cabe a resaltar su obra Antonio Nieto Romero, Manuel López y Francisco Javier Verdugo en el poblado Queipo de Llano. Este retrato colectivo responde a una puesta en escena que cuenta con una habitación de interior en la que se disponen dos hombres, uno adulto y otro anciano en ambos laterales respectivamente, y encabezado por un niño sentado en un sofá en el medio de la composición. Como en el caso anterior, se aprecia un registro materialista en la que la huella enfatiza en la materialidad de los rostros y detalles, como las grietas de la pared, plasmando esa clase baja y carente a la que se vincula los personajes, y las tijeras y la sierra, representando la profesión artesana de los mismos. Del mismo modo, la materialidad se acentúa en mayor parte en los rostros de los protagonistas y en sus ropajes, apreciando desde las arrugas del anciano hasta la expresión desprevenida y sorprendida del niño, denotándose el carácter instintivo y esporádico que caracteriza al artista a la hora de capturar las imágenes. Los personajes de los laterales adoptan una pose premeditada de antemano pero natural y relajada, mientras que el niño dibuja en un cuaderno y es interrumpido en el acto. La luz natural incide en la parte izquierda de la fotografía, en el hombre de mediana edad, incidiendo de manera simbólica o casual en él, mientras que la sombra se apodera del resto de la imagen. La escena goza de una gran naturalidad.
La fotografía de Atín Aya contrajo cierta repercusión y valoración en el panorama cultural sevillano, hasta tal punto que el director Alberto Rodríguez, se sirvió de ella como punto de partida y núcleo de su aclamada película, La isla mínima, donde tanto sus escenografías como sus personajes, son vivas plasmaciones y transfiguraciones cinematográficas de los paisajes y protagonistas rurales de las marismas sevillanas.

Podemos observar claramente la influencia puramente estética en cuanto al ámbito de la puesta en escena que observamos en Manuel Lara González, cazando liebres en la Isla Menor con el parecido físico y caracterizado que posee uno de los personajes del filme.

De igual manera, en cuanto a otros aspectos como la escenografía y la misma fotografía de La isla mínima, responde fielmente, técnicamente hablando, a los recursos de los que se sirvió Atín Aya, al igual que la disposición de los mismos espacios y construcciones.
En la fotografía, expuesta, asimismo, observamos de nuevo una luz natural que ilumina las figuras en un encuadre vertical que dispone al muchacho y a los dos perras como únicas figuras existentes en la composición. Asimismo, en ambas imágenes podemos apreciar una ambientación puramente rural y propia del campo andaluz como escenario elegido por excelencia por el fotógrafo.
Ideológicamente hablando, el director Alberto Rodríguez enfatiza en la simbología y sentido conceptual que alberga la trayectoria artística de Atín Aya; la plasmación y la exposición de la verdad de la clase obrera como principal objetivo, estableciendo un punto y nexo en común entre ambos artistas sevillanos.

El magnífico trabajo de construcción psicológica que Rodríguez realiza sobre los personajes principales podría equipararse con la carga de materia que sustentan los rostros de Atín Aya, evidenciando que los primeros se rigen además por la estructura formal y psíquica de las figuras originales del fotógrafo (como el siguiente ejemplo, Dolores Jiménez Díaz en el cortijo La Compañía) denotándose una influencia, además de formal, puramente emotiva, envolviendo a los mismos en una trama western que enfatiza en el trasfondo ideológico de clase que defienden ambos artistas.

La cinta cinematográfica podría considerarse sin tapujos, una obra evocadora y reivindicadora de la trayectoría artística de Atín Aya, potenciando la consciencia de las penurias y miserias de la clase rural andaluza de la sociedad española de los años 80.
Del mismo modo, en la película se aprecia fotográficamente hablando, un registro material que se enfatiza, en este caso, cromáticamente reflejando de una forma especial, pero igual de sensible que Aya, las marismas del Guadalquivir.
