Cuando Bette Howland (1937-2017) tenía 31 años, su vida consistía en cuidar de sus dos hijos, trabajar en una librería y sobrevivir en el Chicago de la época. Hasta que un día no pudo más y se tomó un bote de somníferos. Tres días después, amaneció ingresada en un hospital psiquiátrico, donde pasaría un año y que daría como resultado El pabellón 3 (Tránsito, 2022, con traducción al castellano de Lucía Martínez Pardo). Esta obra, publicada originalmente en 1974, retrata su paso por aquel lugar, donde absorbió los mecanismos de quienes allí habitaban, ya fueran pacientes o enfermeras, y el transcurso de la vida entre esas paredes.
Este libro es una especie de diario de lo que la autora vivió mientras estuvo allí ingresada. Comienza con Howland narrando, desde dentro del hospital psiquiátrico, la operación a corazón abierto a la que ha sido sometida una interna. Ahora, tiene una máquina que emite los latidos de su órgano vital; si no, quién podría demostrar que sigue con vida. Cuenta que aquel era un mundo aparte, con luces artificiales encendidas en todo momento. Así, conseguían que las pacientes perdieran la noción del tiempo y no supieran qué hora era ni en qué día estaban. En muchas ocasiones, las pacientes no eran conscientes las unas de las otras.
Howland reconoce que en su vida siempre había deudas que saldar, obstáculos que superar, y al final se pasaba la vida apartando piedras del camino; pero la vida de verdad nunca llegaba. La existencia de algunas de las compañeras con las que convive consiste en dejar pasar amargamente el tiempo sin esperar nada, con resignación. Narra la rutina, la vida de pacientes singulares y la deshumanización que se produce allí dentro, donde estos se convierten en rostros sin alma que no juegan, no se tropiezan entre ellos, no interaccionan. Además, hay una constante rotación de internas, por lo que en un breve espacio de tiempo se tiene que reconstruir toda una vida, sus traumas, y lo que se hace de forma acelerada no suele salir bien.
Tras un año allí, la autora narra las manías y los pequeños detalles que, tras días de convivencia y roce, detecta en sus compañeras. Por ejemplo, la genuina forma de sonarse la nariz de una, los pies blancos y retorcidos de otra. No es una convivencia violenta, pero las despoja de su individualidad, convirtiéndolas en una masa informe y carente de vida. Además, las enfermeras las trataban como niños. «Los niños que teníamos dentro no eran más que nuestros propios yos perdidos», reconoce Howland.
El pabellón 3 es una obra interesante que expone un amplio abanico de detalles sobre el ser humano y su psicología. Sin embargo, a veces abruma demasiada descripción de rutinas y pequeñas acciones de sus compañeras. La autora compensa esto con reflexiones en torno a su vida, su pasado, su psique o los trastornos mentales, que consiguen que me decante por una opinión positiva, aunque no espléndida, de esta obra.
«Quería dejar atrás toda mi historia personal —la oscuridad y el secretismo, los agravios privados, las penas y vanidades—, sacudírmela de encima como la tapa de una alcantarilla. Es lo que siempre había deseado, lo que había intentado hacer al tragarme aquellas pastillas, lo que esperaba aniquilar. Esa era mi verdadera necesidad. Por fin se había expresado, se había vuelto todopoderosa». La autora deseaba salir de allí, no soportaba ver lo que ocurría en el interior del centro, por lo que tuvo que permitirse cierta ceguera para sobrevivir. Como ella misma escribe a colación de una cita, ser ciego no es ver oscuro: es ver nada. Al fin y al cabo, estar allí ingresada supuso estar ciega, no poder contemplar lo que le rodeaba, no ver nada.